Una de varias anécdotas contada por Pablo Neruda en sus memorias, “Confieso que he vivido”, sobre uno de sus amigos poetas.
En la revista Claridad, a la que yo me incorporé como militante político y literario, casi todo era dirigido por Alberto Rojas Giménez, quien iba a ser uno de mis más queridos compañeros generacionales. Usaba sombrero cordobés y largas chuletas del prócer. Elegante y apuesto, a pesar de la miseria en la que parecía bailar como pájaro dorado, resumía todas las cualidades de nuevo dandismo: una desdeñosa actitud, una comprensión inmediata de los numerosos conflictos y una alegre sabiduría y apetencia de todas las cosas vitales. Libros y muchachas, botellas y barcos, itinerarios y archipiélagos, todo lo conocía y lo utilizaba hasta en sus más pequeños gestos. Se movía en el mundo literario con un aire displicente de perdulario perpetuo, de despilfarrador profesional de su talento y su encanto. Sus corbatas eran siempre espléndidas muestras de opulencia, dentro de la pobreza general. Cambiaba de casa y de ciudad constantemente, y de ese modo su desenfadada alegría, su bohemia perseverante y espontánea regocijaban por algunas semanas a los sorprendidos habitantes de Rancagua, de Curicó, de Valdivia, de Concepción, de Valparaíso. Se iba como había llegado, dejando versos, dibujos, corbatas, amores y amistades en donde estuvo. Como tenía una idiosincrasia de príncipe de cuento y un desprendimiento inverosímil, lo regalaba todo, su sombrero, su camisa, su chaqueta y hasta sus zapatos. Cuando no le quedaba nada material, trazaba una frase en un papel, la línea de un verso o cualquier graciosa ocurrencia, y con un gesto magnánimo te lo obsequiaba al partir, como si te dejara en las manos una joya inapreciable.
Escribía sus versos a la última moda, siguiendo las enseñanzas de Apollinaire y del grupo ultraísta de España. Había fundado una nueva escuela poética con el nombre de "Agu", que, según él, era el grito primario del hombre, el primer verso de recién nacido.
Rojas Giménez nos impuso pequeñas modas en el traje, en la manera de fumar, en a caligrafía. Burlándose de mí, con infinita delicadeza, me ayudó a despojarme de mi tono sombrío. Nunca me contagió con su apariencia escéptica, ni con su torrencial alcoholismo, pero hasta ahora recuerdo con intensa emoción la figura que lo iluminaba todo, que hacía volar la belleza de todas partes, como si animara a una mariposa escondida. De don Miguel de Unamuno había aprendido a hacer pajaritas de papel. Construía una de largo cuello y alas extendidas que luego él soplaba. A esto lo llamaba darles el "impulso vital". Descubría poetas de Francia, botellas oscuras sepultadas en las bodegas, dirigía cartas de amor a las heroínas de Francis Jammes. Sus bellos versos andaban arrugados en sus bolsillos sin que jamás hasta hoy, se publicaran.
Tanto llamaba la atención su derrochadora personalidad, que un día, en un café, se le acercó un desconocido que le dijo:
— “Señor, lo he estado escuchando conversar y he cobrado gran simpatía por usted. ¿Puedo pedirle algo?". "¿Qué será?", le contestó con displicencia Rojas Giménez. "Que me permita saltarlo", dijo el desconocido. “Pero, ¿cómo?", respondió el poeta. "¿Es usted tan poderoso que puede saltarme aquí, sentado en esta mesa?" "No, señor, repuso con voz humilde el desconocido. Yo quiero saltarlo más tarde, cuando usted ya esté tranquilo en su ataúd. Es la manera de rendir mi homenaje a las personas interesantes que he encontrado en mi vida: saltarlos, si me lo permiten, después de muertos. Soy un hombre solitario y éste es mi único hobby", y sacando una libreta le dijo: "Aquí llevo la lista de las personas que he saltado". Rojas Giménez aceptó loco de alegría aquella extraña proposición. Algunos años después, en el invierno más lluvioso de que haya recuerdo en Chile, moría Rojas Giménez. Había dejado su chaqueta como de costumbre en algún bar del centro de Santiago. En mangas de camisa, en aquel invierno antártico, cruzó la ciudad hasta llegar a la quinta Normal, a casa de su hermana Rosita. Dos días después una bronconeumonía se llevó de este mundo a uno de los seres más fascinantes que he conocido. Se fue el poeta con sus pajaritas de papel volando por el cielo y bajo la lluvia.
Pero aquella noche los amigos que le velaban recibieron una insólita visita. La lluvia torrencial caía sobre los techos, los relámpagos y el viento iluminaban y sacudían los grandes plátanos de la quinta Normal, cuando se abrió la puerta y entró un hombre de riguroso luto y empapado por la lluvia. Nadie lo conocía. Ante la expectación de los amigos que lo velaban, el desconocido tomó impulso y saltó sobre el ataúd. En seguida, sin decir una palabra, se retiró tan sorpresivamente como había llegado, desapareciendo en la lluvia y en la noche. Y así fue como la sorprendente vida de Alberto Rojas Giménez fue sellada con un rito misterioso que aún nadie puede explicarse.
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