Isaías Ferreira Medina
Explicación necesaria: ¿Por qué un artículo de esta naturaleza? ¿Le debe importar a nadie lo que me gusta o prefiero en materia de libros, o cuánto leo, o si leo o no? No necesariamente. Mi intención no es, por supuesto, jactarme de culto o letrado, como dicen; si alguna vez existió ese sentimiento en mí, les aseguro que ya superé esa etapa. Mi propósito, como cronista y comunicador, es no sólo informar, sino compartir experiencias y a lo mejor encontrar puntos de convergencia, o aun de discrepancias, con el lector, que nos permitan establecer un diálogo, si no personal, por lo menos de complicidad mental. Pero hay algo más importante aún: ¡Quién sabe si entre mis lectores hay algún jovencito y lee esta columna justo en el momento en que busca orientación respecto al tema de los libros! Dicho esto; al grano.
Entre las miles de deudas que he contraído con mi padre Vitalino (E. P. D.), una de las que más aprecio y valoro, quizás la que más me ha enriquecido como ser humano, y que, como tantas otras, nunca podré pagarle, es la del hábito de la lectura, el cual de su ejemplo adquirí; pues, además de verle trabajar sin descanso (entre 10 y 14 horas diarias detrás de un mostrador), recuerdo su disciplinado esfuerzo de siempre leer en las mañanas temprano (antes de abrir su tienda), al mediodía y en la noche.
Gracias al hábito voraz por la lectura del viejo, en casa nunca faltaron las obras de Alejandro Dumas, Julio Verne, Charles Dickens, los novelistas rusos (Tolstoi, Pasternak, Dovstoievsky, Gorki, etc.), Emilio Salgari y todo lo que valía la pena leerse en esos tiempos. Lo que más nos entusiasmaba —tanto a él como a quienes nos sentíamos orgullosos de imitar su ejemplo—, eran las obras de aventuras tales como las de Dumas (Los tres Mosqueteros y El conde de Montecristo). Recuerdo vívidamente una vez que estaba el viejo leyendo “El jorobado o Enrique Lagardere”, de Paul Fável, y le contaba con lujos de detalles a un amigo las aventuras del personaje de marras; sólo ver su entusiasmo era suficiente para querer uno leer dicha obra.
De esa época de adolescente —mi etapa preliminar en el camino al amor hondo que tengo hacia los libros y la lectura—, algunas de las obras que recuerdo con más afecto son La hora 25 (Gheorgieu); La madre (tanto la escrita por Gorki, como la que escribiera Pearl S. Buck; las cuales, debo admitir, son dos obras diametralmente opuestas); Por quién doblan las campanas (Hemingway); La Cabaña del Tío Tom (Beecher Stowe); La vuelta al mundo en 80 días (Verne); Veinte mil leguas de viaje submarino (Verne); Alicia en el país de las maravillas (Carroll); El jorobado o Enrique de Lagardere (Fável); El Conde de Montecristo y Los tres Mosqueteros (Dumas, padre); Nuestra Señora de París (Víctor Hugo); Viajes de Gulliver (Swift); El Cristo de la libertad (Balaguer); Enriquillo (Galván); Over (Marrero Aristy); Historia de dos ciudades (Dickens); La mañosa (Bosch); La sangre (Cestero); Aventuras de Tom Sawyer (Twain); Gargantúa y Pantagruel (Rabelais); Dr. Zhivago (Pasternak); Los Miserables (Víctor Hugo) y algunas otras que ahora no recuerdo.
Por supuesto, todo ello salpicado de un intenso consumo de paquitos —Red Ryder, Hopalong Cassidy, Roy Rogers, Chanoc, Supermán, Batmán, Aquamán, la mujer maravilla y novelas de vaqueros, principalmente de Marcial Lafuente Estefanía— con el consiguiente mercado de intercambio que ello conllevaba, y uno que otro de los llamados libros serios como los de Norman Vincent Peale (viene a la mente “El poder del pensamiento Tenaz” y “El poder del pensamiento positivo”), Dale Carnegie (¿quién de esa generación no leyó “Cómo ganar amigos e influir en las personas”?) y Arthur Schiller (de quien recuerdo haber leído “Serás lo que quieras ser”, recomendado por mi padre, quien me dijo "lea eso").
Aparte de algo de Neruda, Buesa y Rubén Darío, para ese tiempo todavía no leía poesías con regularidad. Con el tiempo —lo cual se extiende hasta el presente—, leería poesías, ensayos, tratados de ciencias para no científicos, y biografías. Tres biografías de las que he leído que recuerdo en particular son: una de Louis Pasteur, cuyo autor se me escapa ahora; la de Vincent Van Goh por Irving Stone, y la de Honorato de Balzac, por Stefan Zewig.
¿Cuál es el encanto de la lectura? ¿Por qué leer? Podemos leer por placer, pero también por necesidad, aunque esto último, si es por obligación, resulta una tortura. Veamos lo que dice el crítico Harold Bloom respecto a leer: “la lectura es uno de los grandes placeres que la soledad puede brindarte… porque es, además, un placer curativo…” Bloom señala también que para “un individuo tener (o retener) la capacidad de formar sus propios juicios y opiniones, debe ser capaz de leer (bien)…” Para mí, al tiempo que abrazo y hago míos los puntos de vistas del Sr. Bloom, además de las emociones y el entretenimiento que me proporcionan, en un buen libro busco lecciones y enseñanzas. Se dice que nuestro subconsciente no puede distinguir entre una experiencia vivida o vívidamente imaginada. Es decir, que las experiencias adquiridas a través de un buen libro, son tan verdaderas como las vividas en persona.
Gracias a la lectura, he aprendido tanto o más que en cualquier aula. He experimentado desde las más desgarrantes y tristes emociones hasta las más altas enunciaciones del espíritu humano; he conocido los más exóticos escenarios y situaciones; he penetrado en la mente de más de un asesino; he vivido la agonía y el suplicio del prisionero y del perseguido; he reído a mandíbula batiente con las ocurrencias de un Quijote o de un Sancho; he sufrido con los azotes a los condenados; he sentido la tortura mental del enajenado, el hambre del hambriento y he conocido la razón de los que tienen o no razón.
Si bien más arriba hago una lista de mis obras favoritas de adolescencia, también quiero presentar una breve lista de algunas de las obras que a lo largo de los años me han transportado a las regiones más insólitas, me han proporcionado los momentos más gratificantes y han tenido el mayor impacto en mi vida. Algunas de ellas las leo cada tres o cinco años; veamos: Crimen y Castigo (Fedor Dostoievsky); El Túnel (Ernesto Sábato); El ruido y la furia (William Faulkner); Hamlet (William Shakespeare); El príncipe (Nicolás Maquiavelo); Pedro Páramo (Juan Rulfo); Don Quijote de la Mancha (Miguel de Cervantes); La muerte de Artemio Cruz (Carlos Fuentes); Cien años de soledad (Gabriel García Márquez); Conversación en la catedral (Mario Vargas Llosa); La casa verde (Vargas Llosa); El obsceno pájaro de la noche (novela de José Donoso que me resultó muy difícil); El coronel no tiene quien le escriba (García Márquez); Informe sobre Ciegos, que es parte de Sobre Héroes y Tumbas (Ernesto Sábato); Tres tristes tigres (Guillermo Cabrera Infante); Un día en la vida de Iván Denisovich (fascinante novela corta de Alexander Solszenitsyn); Guerra y Paz, la cual me tomó casi un año para leer la primera vez (Leo Tolstoi); Rayuela (de Julio Cortázar; un libro que encontré pesado y difícil la primera vez que lo leí); El viejo y el mar (Ernest Hemingway); El extranjero (Albert Camus); Crónica de una muerte anunciada (García Márquez); Ulises (James Joyce, otra que me tomó largo tiempo leer); Madame Bovary (Gustave Flaubert); A sangre fría (Truman Capote); La tregua (Mario Benedetti); La Odisea (Homero); La Invención de Morel (Adolfo Bioy Casares); La familia de Pascual Duarte (Camilo José Cela); La Casa de los Espíritus (Isabel Allende) y otros que no recuerdo.
A ello hay que añadir volúmenes de cuentos, mi género favorito, de Chéjov, Quiroga, Faulkner, Hemingway, Monterroso, Bosch, Hawthorne, García Márquez, O’Henry, Poe, Fitzgerald, Kafka, etc., lo que trato en otro escrito “Cuentos inolvidables”, y una retahíla de libros detectivescos ligeros (Connely y Patterson son dos favoritos) para relajamiento escapista.
Por último, la Biblia es el libro de los libros y la leo con regularidad, sin fanatismo religioso. Los Salmos y los Proverbios son un compendio de sabiduría invaluable, mientras que El Sermón de la montaña (Mateo, 5, y Lucas 6, 17) presenta una de las facetas más destacadas de Jesús: su coraje al desafiar el status quo.
Aunque reviso esta lista y la pongo al día cada cierto tiempo, Crimen y Castigo sigue siendo mi obra favorita: hay algo en el suplicio mental de Raskolnikov que me fascina. Después le sigue el Quijote (un libro a la vez magistralmente serio y cómico), Cien años de soledad y Pedro Páramo. No sé, para mí Comala (el pueblo fantasma de Pedro Páramo), Macondo (el pueblo fantasma de Cien años de soledad y otras obras y cuentos de García Márquez, en sus peores tiempos) y el “Pueblo Blanco” de Serrat, es el mismo lugar, sólo que plasmado desde diferentes ópticas.
Ahora, comparta usted con nosotros, amigo lector, sus preferencias en libros.
Publicado originalmente alrededor de 2006 en el periódico Siglo 21 y otra vez, editado y corregido, el jueves, 17 de septiembre de 2009 en el blog YOUMETHEMUS.
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