I
Este camino nació en la orilla del pueblo, en una tarde lluviosa, y una vez nacido se tiró al río crecido por la barranca pedregosa y alta.
La gente creyó y dio por seguro que el camino se había ahogado entre las aguas sucias y fieras; muy grande fue su sorpresa cuando lo vieron al amanecer trepando por sobre las piedras grandes del cascajal, cruzar el monte, y paso entre paso, escalar las montañas cercanas y fértiles.
Cuando ha de nacer un camino los animales lo saben, lo husmean en las yerbas que comienzan a secarse.
Por él vino la mujer que lleva el agua del río, por el bajaron las recuas cargadas de café, y por él también volvieron los hombres que estaban de compras en el pueblo, que llevaban en las árganas y en los macutos: sal y azúcar, gas y sandalias, telas de listado o coloradas para sus mujeres y trajes de fuerte azul para ellos.
Ignacio no llegó nunca a saber por cuál razón el camino no se metió por entre los potreros de Don José, pero se explicaba muy bien, por qué traía todas las mañanas, cuando el sol no ha salido aún o cuando está de nuevo sobre el cielo, a Emilia, con su lata brillante y sonora sobre la cabeza, dentro de la cual traía hojas de jobobán.
Ignacio se levantaba muy de mañanita, amolaba el machete mientras se encendía la candela que él había juntado; pero desde que oía el chas chas de las chancletas de las mujeres que van al río por agua, todo aquello lo echaba a un lado, y sentado sobre los palos más altos de la puerta de trancas esperaba a que pasase Emilia. Y cuando ella estaba frente a él, él le decía unos “buenos días” empalagosos, de enamorado tímido…
Cuando volvía a la casa encontraba el fuego muerto, y tenía que volver a juntar astillas y leños, y con la mano temblorosa encendía el fosforo, porque sabía que entre él y Emilia se había abierto la tierra hacía mucho tiempo.
Entre ellos mediaba un abismo. Ella era tierra medida que el hombre no puede apropiarse: tierra medida es tierra prohibida. Cuando la tierra no esta medida, el hombre corta una vara y la mide, y una vez la tiene medida siembra mayas que le servirán de barreras a hombres y animales y dentro del cerco que las mayas forman siembra maíz, batata, yuca, gandules… Con el producto de la primera cosecha compra un traje de fuerteazul, un machete y una azada, y así aviado se roba a una mujer. Después, año tras año, Dios le mandará un hijo y quizá el amigo le dé un caballo a curar, cambiará su sudor de meses por cajas de abeja… quizás…
Emilia distaba de él un disgusto tradicional, cosas que sucedieron hará cuarenta años. Alguien mató, mal muerto al decir de una de las partes, a otro a la salida de un baile. Emilia e Ignacio no tenían la menor culpa en descender de aquellos dos hombres, de esas dos familias, de ese único disgusto.
El camino siguió trayendo a Emilia todas las madrugadas. Llovió mucho y Emilia no vino durante tres días al río. Ignacio desesperaba en la espera, hasta que se decidió a ir. Se vieron y hablaron muchas tonterías, todas las dijeron, todas, menos las que ellos habían pensado decirse.
Uno de los hermanos de Emilia los vio y lo contó al padre. Cuando Emilia regresó el viejo le dijo unas cuantas verdades de rigor y entre otras: deshonra y machetazos a Ignacio.
Razones pobres, ella lo sabía, pero lo de los machetazos le enfrió el alma, y desde aquel día no volvió más al río, y en sus ojitos grises anidó una espera que ella misma no sabía en qué fundarla, pero que le daba fuerzas y valor, astucia y frescura, que ella no usó nunca, porque debajo, muy por debajo de su pensamiento se había acurrucado un temor…
Volviose huraña y descuidada, siempre tenía algo por hacer; pero en su cabello no volvieron a entrar los dientes del peine y sobre sus mejillas no blanqueó el polvo de arroz.
Los hermanos y el padre comenzaron a inquietarse. Ya la madre no podía sufrir por ella, hacía mucho tiempo que estaba enterrada, allá en el pueblo, bajo una cruz tosca y negra, en la cual apenas se podía leer un nombre escrito con letras deformes y desordenadas.
Era mayo, y mayo es flores y alegría, y la alegría campesina habla por boca de los bailes, en esos bailes que se preparan para después del rezado de la cruz, en la cual se cantan ingenuas coplas a la Virgen.
Y el viejo terco y los hermanos más tercos todavía, la hicieron ir a una de esas velaciones, y contra su querer, con el alma preñada de odios y los ojos encendidos por las lágrimas y la ira, Emilia fue.
Allí estaba Ignacio, con su traje blanco, cuya americana tenía tres gruesos y amarillos botones, los pantalones era estrechos y cortos, tan cortos que la media amarilla que llevaba se veía en parte. Una corbata roja, anudada con un nudo enorme completaba su “equipo” de fiesta.
Qué bello le encontraba Emilia, qué bello y qué fuerte, y cuando ella bailaba con uno de los hijos de Manuel le miraba por encima del hombro de su pareja, pero si sus miradas se cruzaban ella bajaba la vista, pero le seguía viendo así, hasta con los ojos cerrados…
Una vez, en el loco remolino de un carabiné, estuvieron tan cerca el uno del otro que Ignacio no pudo contenerse por más tiempo y le dijo, casi al oído: vámonos, Emilia…
Emilia se estremeció, sintió por todo el cuerpo correrle un muy grato calor, desconocido por ella hasta aquel momento. Le parecía sentir en su talle los brazos de Ignacio, y darle en la nariz el olor del ron y el del tabaco, que son olores de los hombres, y sentir su voz, voz que la mareaba, eso sí, con un tan grato mareo, diciéndole: Emilia, un poquito más rápido que estamos bailando este carabiné como si fuera merengue…
Bailar con él, vaya que sí podía… Aunque se llevase una gaznatada. ¡Ay! Pero lo de irse sí que era difícil.
Otra vez el remolino del carabiné los puso cerca y ella le dijo:
— Ignacio, o estás loco o estás bebido…
Luego quiso irse, y se lo dijo a Juan, uno de sus hermanos, y con él se fue.
La luna estaba saliendo, detrás de los cerros en cuyas faldas nace la caña, se enredó en las jabillas, en los mangos, y luego de vencer todos esos obstáculos subió al cielo.
Ignacio, contrariado y hosco, se fue para su casa, con un peso terrible y desconocido sobre sus hombros anchos.
No pudo conciliar el sueño y muy de madrugada, como antes, se sentó en los palos más altos de la puerta de trancas del conuco. No esperaba nada ni a nadie. Solamente que sentía algo así como eso que llaman esperanza, que es algo que repta por entre los pensamientos, como repta el río debajo de los árboles grandes.
Pasaron las mujeres más madrugadoras y le saludaron. Pasaron hombres a caballo y muchachos en burros, estos últimos medio dormidos y tristes.
Y Emilia vino también. Cuando él la vio sintió cerrarse su garganta, y que su corazón, un corazón tan comedido de ordinario, se había vuelto loco.
— Emilia…
— Buenos días, Ignacio…
Quiso seguir adelante, pero Ignacio saltó a tierra, y la tomó por un brazo. Ella callaba y no hacía resistencia. Él la ayudó a trepar las trancas y luego la hizo entrar en su casa y tan pronto como estuvieron dentro cerró la puerta. Ella estaba en pie, con los ojos abiertos, muy abiertos y encendidos, los labios secos y pálidos. Él le quitó la lata que sujetaba con fuerza en una de sus manos.
El piso de las casas de campo se hace con barro rojo, con barro rojo y engrudo de almidón. El tiempo los endurece tanto que llegan a parecer de piedra.
Ignacio puso sus manos frías sobre los hombros caídos de Emilia y le susurró unas palabras al oído.
Ella bajó la vista y muy débilmente le respondió:
— Tú ves, eso sí que no…
Pero, cuando la tierra es dura no ensucia las espaldas ni los cabellos de la mujer, ni las manos y las rodillas del hombre. Cuando la luna no se ha escondido todavía y es de madrugada, las bocas de las mujeres deseadas saben a secreto, a secreto guardado durante muchas noches. El viento barría, afuera, las hojas secas, las traía y las llevaba y luego las volvía a traer. Crujían las ramas de las bayahondas débilmente y los cantos de los gallos eran tristes.
Afuera de las casas puede haber viento y lluvia y tronar, y nada de esto tendrá fuerza atemorizante cuando estén fundidos dos alientos.
II
Ignacio aparejó la mula y el caballo, y dentro de las árganas puso cuanto pensó les podía ser útil: ollas, latitas, cucharas, la ropa suya y algunas provisiones que tenía.
Tomaron el camino y montaña adentro durante doce horas anduvieron bajo un sol abrasador y con el temor que les abrasaba por dentro.
Cuando llegaron a la casa del hermano de Ignacio, a donde se dirigían, ya el sol se había puesto, y por sobre los árboles: yagrumos, almácigos… quedaban rezagadas algunas luces doradas e imprecisas.
Pasó una semana. La luna no volvió en las noches al cielo. La boca de Emilia era dulce y por eso él había tumbado mucho monte, para hacer una siembra grande, y poderle traer del pueblo no telitas y listado, sino seda y collares, zapatos de los brillantes y anillos de los que no ennegrecen.
Una noche se termino el gas e Ignacio tuvo que ir a comprarlo.
Tomó una botella de un rincón de la sala y se fue.
Cuando la luna no sale, las estrellas son muchas sobre el cielo, y debajo de los cafetos se ocultan los hombres que acechan, no como si fueran hombres sino como si se hubiesen tornado en fieras.
Cuando tres machetes caen de filo sobre el cuerpo de un hombre, le rasgan los músculos, le parten los huesos pequeños y por mil caminos provocan la salida de la sangre que se lleva con ella la vida.
Ignacio era bravo, y de nada le sirvió serlo. No dijo una sola palabra. Se dio cuenta exacta de su situación y conoció a los agresores y se entregó a morir.
III
Emilia le esperó mucho, tanto, que sintió entrar en su pensamiento la mala idea, que es como una espina y como una brasita.
Salió sola en su busca, porque Jaime, el hermano de Ignacio y su mujer hacía un buen rato que estaban acostados.
No muy lejos de la casa, en un recodo del camino, vio entre las sombras y debajo de la noche el cuerpo mutilado de Ignacio.
Se arrodilló despacio. Le pasó la mano sobre la cara fría, y sintió los coágulos de sangre sobre ella; le tocó la boca, una boca cerrada con fuerza, con tanta fuerza que los labios se habían pronunciado bastante. Las lágrimas de la mujer cayeron sobre el pecho del hombre, sobre su cara, entre el cabello negro y lacio.
Emilia se levantó y como para decirle algo al Dios que mora más arriba de la copa de los árboles, más arriba de las sombras, las nubes y las estrellas, pero no le dijo nada, porque tenía los ojos llenos de lágrimas y no pudo ver a nadie.
Con las manos se limpió la nariz. Debajo de su dolor fue naciendo una honda desesperación y se arrojó sobre el cuerpo de Ignacio.
Un grito rasgó la calma de la noche, un grito que espantó a las bestias del monte y a los hombres.
El camino sintió el grito clavarle el espinazo, y rápido, bajó todas las pendientes, cruzó el alto, pasó el río, y cuando estuvo en la orilla del pueblo se quedó acurrucado en la noche, frío, cansado.
(*) Héctor Incháustegui Cabral nació en Baní, República Dominicana, el 25 de julio de 1912 y falleció en Santo Domingo, el 5 de septiembre de 1979. Fue poeta, dramaturgo, narrador y periodista.
Biografía breve de Héctor Incháustegui Cabral
Biografía de Héctor Incháustegui Cabral en PUCMM
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