jueves, 19 de julio de 2018

EXTRACTOS Y FRAGMENTOS DE HISTORIAS Y OPINIONES – 4

Fragmento de Tribus filosóficas, artículo de Juan Arnau Navarro, publicado en Babelia, El País, el 13 de julio de 2018.

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Reducir la filosofía a lenguaje, o a hermenéutica, que es la reflexión del lenguaje sobre sí mismo, como se pretendió al otro lado del canal, es privarla de su función más genuina e inspiradora, esa que afecta al caudal de las vivencias, a la dimensión activa de la imaginación y la percepción. Supone renunciar a todo aquello que se puede vivir pero no formular o erigir en concepto. La filosofía no puede ser un léxico, un sustituto verbal del mundo, pero tampoco confundirse con un discurso que acumula frases subordinadas y yuxtapone las alusiones (veladas, sensuales o cultas) con una prosa resonante y poética.

No quiere esto decir que el lenguaje no tenga su importancia. La filosofía nunca es indiferente al habla. Pero necesita de una dimensión práctica que no sea únicamente moral. La genuina filosofía es hábito de la mente, instrucciones para una “cultura mental” que permita congeniar con el mundo, recrearse en la complicidad de las cosas, en lo visto y lo escuchado, en el cuerpo presente y el recordado. Entre esos modos de la reconciliación están la música y la pintura, la literatura y las sustancias psicotrópicas, la contemplación del color y el movimiento, el sueño lúcido y la percepción activa (esa que vivifica lo que contempla, como si del ojo saliera un rayo que animara las cosas). En todas ellas hay un ejercicio de desposesión, donde la mente acompaña al empuje del Ser (no lo impulsa, lo acompaña), pues el lugar natural del noûs se encuentra al otro lado del tiempo.

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El sujeto sensible está comprometido, atado e implicado con aquello que ve y siente, por mucho que juegue a la distancia e invente mediadores. Rescata así una de las estrategias clásicas de la filosofía, hoy casi desaparecida, el esfuerzo por la simpatía y la identificación afectiva, la capacidad de congeniar con aquello que se observa, algo que difícilmente puede llevarse a cabo si se reduce la filosofía al “pensamiento crítico”, como es moda en Facultades e institutos, o si se multiplican los mediadores, como hacen los laboratorios con algoritmos, probetas o cámaras de burbujas. Ninguna idea, por muy abstracta que sea, es separable de la vida. Ninguna visión puede ser abstraída, separada del resto de las cosas, sin ser al mismo tiempo parte de un proceso vivencial. Las abstracciones más abstractas, ya sean el cero o el infinito, se viven siempre desde una determinada posición y circunstancia. Al margen de dicha vivencia, todo se oscurece y reduce a mera especulación.

La relación entre espectador y espectáculo no es frontal, sino una suerte de complicidad, una relación casi clandestina. Para Merleau-Ponty es posible “co-incidir” con las cosas, pero esa correspondencia no se da sin una diferencia previa. Ahí está el misterio (incrustados, pero no del todo) de esta propuesta filosófica. Ese es el “buen error” del pensamiento. La persona se encuentra sumergida en el mundo, atravesada por él, es ya mundo, y cuando cree conocer, ella misma pasa a formar parte de lo conocido. Una idea que fascinaría a los creadores de la física cuántica. Reproduce sin saberlo una vieja enseñanza del Talmud: no vemos las cosas como son, vemos las cosas como somos. “Las cosas atraen mi mirada y mi mirada acaricia las cosas”, dice Merleau-Ponty. Entre la mirada y las cosas se atisba una complicidad. Ahondar en ella es el saludable motivo de esta filosofía.

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