Cuento por Marcio Veloz Maggiolo
De las consecuencias trágicas de una broma del día de los inocentes, y su
irónica repercusión en el autor de la misma…
Honorio López era tímido pero valiente. Las tropas del general Cabral lo vieron
realizar numerosas hazañas. Negro y curtido por el sol, Honorio López se había
ganado a sangre y fuego el rango de sargento mayor en las luchas contra el
imperio español.
La noche del 28 de diciembre de 1863, Valentín Lezcano, también sargento de la
guerra de restauración, se acercó a él y le dijo:
—Honorio, tengo que contarte algo que a lo mejor no te va a gustar mucho.
—A ver, a ver- contestó Honorio mientras chupaba un improvisado cigarro hecho
con hojas de yagrumo y de naranja.
—Me han dicho que tu mujer te la está pegando.
Honorio arrojó el cigarro y arrugó el ceño.
—¿Quién te lo dijo?
—Yo mismo lo he comprobado hace unos días, cuando venía de Managüey.
Honorio se puso morado de la rabia.
—Dos años de peleas y de vainas y esa maldita mujer ni siquiera me ha sabido ser
fiel. Se retiró del lugar y durante la noche, tendido en su hamaca de cabuya, no
pudo conciliar el sueño. Al día siguiente, cuando Valentín Lezcano fue en busca
de Honorio para decirle que lo de la noche anterior fue una broma por ser día de
los Santos Inocentes, no lo encontró, sin embargo, encontró huellas frescas de
cabalgadura, y pudo
comprobar que Honorio López se había marchado del campamento durante las últimas
horas de la madrugada.
Honorio López cabalgaba con rapidez, dejando atrás los pueblos fronterizos,
pueblos que lindaban con la miseria. Tardaría dos días en llegar y dos días en
volver, pero le arreglaría sus cuentas a la mujer, aquella maldita mujer que
según Valentín Lezcano le era infiel y se burlaba de su valor y de su
hombría.
Durante la mañana del primer día Honorio no se detuvo en sitio alguno. Iba en
busca de su objetivo y nada lo entretenía. No le importaba si las tropas
españolas lo reconocían o si era denunciado por algún hijo de perra. Su caballo
color barro espumeaba insistentemente, pero el jinete no atendía más que a los
planes terribles que elaboraba en su pensamiento.
Una gran sequía abrasaba los pastos de la sabana y los niños se morían de
tabardillo y hambre.
Por momentos se oían los cañones españoles disparar contra las guerrillas
montunas. El eco de las descargas se metía entre las lomas, rebotando de un
lugar a otro como una bola de caucho.
Honorio cruzó cientos de sembrados misteriosos, y aceleró el paso en las tierras
donde podía ser avistado por el enemigo.
Por fin, después de más de día y medio de camino, alcanzó a ver el bohío de su
mujer. Honorio pensaba que en la noche vendría el maldito con quien ella le
engañaba y que entonces podría matarlos a los dos.
Decidió esperar y esperó. A sólo unos cuantos metros de su vieja vivienda,
Honorio observaba los movimientos de la mujer que salía al pequeño conuco, que
lavaba algunos trapos sucios y que en dos ocasiones salió de la casa a realizar
alguna pequeña diligencia.
Al fin llegó la noche y Honorio se acercó un poco más a la casa. Quería ver de
cerca la llegada del intruso. A eso de las nueve, cuando la luz del bohío se
había apagado, Honorio vio la figura de un hombre introducirse en la casucha por
la parte delantera.
—¡Ahí está ese cabrón! –se dijo, e impulsado por una marejada de rabia y celos
empuñó el machete y saltó sobre los yerbajos. Sus ojos estaban rojos como
brasas. Empujó la puerta y, derribándola, pasó machete en mano a la habitación
de la mujer que dormía. Todo fue tan violento que ella no sintió cuando el filo
del arma sobre la nuca hizo rodar su cabeza por debajo del catre. Entre las
sombras Honorio distinguió la silueta del
hombre que se había levantado al ruido sospechoso de los pasos del marido.
Honorio López le asestó el primer golpe sin saber dónde, luego siguió lanzando
machetazos con una furia incontenible, hasta que la sangre le tornó calma.
Había vengado su honra. Salió de la casa con gran sigilo, y montando su caballo
partió nuevamente hacia el campamento, seguro de que había cumplido con un deber
casi sagrado.
—¡Fue un crimen terrible, Santo Dios!
—También murió el hermano de Anselma, el que venía a cuidarla por las noches,
porque como Honorio anda alzao.
—Al hijo de yegua que hizo eso el diablo habrá de cobrarle.
—¡Mira que matar a dos infelices así!
—Sabe Dios a quién se le metió el espíritu malo entre las costillas.
—Dicen que ni cuenta se dieron Anselma y el hermano.
—El pobre Honorio por allá y viene un hijo de puta y le mata la mujer y el
cuñao.
—Que a lo mejor al Honorio también lo han matao.
—Así mismo, así mismo, a lo mejor lo cogió un tiro de los blancos.
Honorio López llegó al campamento pasado el medio día. Cuando entró y ató su
bestia junto a una javilla todos le miraron con desprecio.
—El general te anda buscando, buen pendejo –le voceó uno que estaba trizando
astillas de cuaba con un largo cuchillo.
—Y… ¿qué quiere el general?
—Hace dos días que pelamos contra las tropas de Zúñiga y tú ni te apareciste por
los alrededores.
—Yo andaba en otra pelea.
—Cuando el general te agarre se te acabarán las marrullas.
No bien habían salido estas últimas palabras de los labios finos y resecos de un
recluta, cuando hizo su aparición la cuadrilla del general. La encabeza Valentín
Lezcano, que tirándose del caballo se apresuró a saludar a Honorio.
—Maté a mi mujer anoche, te agradezco tu informe.
Lezcano no supo qué responder. Hubiera querido decirle que aquello había sido
una broma de esas que se juegan el día de los Santos Inocentes. Lezcano tragó en
seco, y cuando se disponía a explicarle a Honorio las cosas tales y como eran,
oyó una voz que dijo:
—¡Arresten a Honorio López!
Dos capitanes de puesto le tomaron por ambos brazos, y sin forcejeos lo llevaron
donde el general. Lezcano se quedó con los labios entreabiertos. La orden de
prisión evitaba por el momento las explicaciones, pero en lo profundo de su
pecho sentía una angustia amarga, inevitable.
Cuando Honorio caminaba escoltado hacia la tierra del general, pensaba que
alguien lo había visto cometer el crimen y que la denuncia había llegado hasta
los oídos del jefe de la tropa.
—General, éste es el desertor –dijo el más joven de los oficiales.
—¿Usted se llama Honorio López?
—Sí, señor
—¿Sabe lo que significa deserción?
—No deserté, señor; salí a resolver un problema personal.
—La guerra de independencia no acepta problemas personales; los problemas de la
patria son el problema de todos. Ha violado usted las leyes de la revolución y
queda condenado a la pena de muerte. ¡Fusílenlo inmediatamente! Capitán, escoja
ocho hombres y ejecútelo.
—Bien, mi general –respondió el oficial joven.
El general dio media vuelta y quedó de espaldas al reo. Honorio López no dijo
una sola palabra.
Valentín Lezcano vio como la ataban y le vendaban los ojos a Honorio. Cuando la
fusilería estuvo perfectamente alineada, el oficial joven dio la orden:
—¡Listos, apunten, fuego!
Por lo menos seis de los ocho disparos del pelotón de fusilamiento hicieron
blanco en la cabeza de Honorio López.
—¡Sargento Lezcano –se oyó la voz del capitán-, déle usted el tiro de gracia!
El sargento Lezcano levantó sorprendido el rostro. ¿Por qué yo?, hubiera querido
preguntarle al capitán. Desenfundó su revólver y se acercó al cadáver del amigo.
Ya los fusileros regresaban hacia sus puestos de campaña cuando se oyó el
disparo producido por el arma del sargento Valentín Lezcano. Todos volvieron el
rostro al escuchar el ruido sordo que produjo al caer el cuerpo del sargento.
No salían de su asombro:
—¡Lezcano se ha pegado un tiro!
—¡Estaría loco el pobre Lezcano!
—Eran muy amigos, muy amigos, Honorio y Lezcano.
—¡Pero si ya estaba muerto, un tiro más o un tiro menos ni importaba!
Un viejo clarín ronco y cansado tocó a combate. De inmediato los soldados
corrieron a sus puestos y la caballería enfiló hacia campo raso, dispuesta a
arrollar con sus cascos las huestes españolas.
El sol de la frontera y los perros de la sabana tardaron sólo cuatro días en
hacer desaparecer los cuerpos de Honorio López y Valentín Lezcano, “muertos en
combate”, según el impecable y verídico diario del general.
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