Pobre del cantor de nuestros días
Que no arriesgue su cuerda por no arriesgar su vida…
Pobre del cantor que fue marcado
Para sufrir un poco y hoy está derrotado… (Pablo Milanés)
¿Es verdad que para ser un artista verdadero hay que pasar miedos,
enfermedades, precariedades, sacrificio, sufrimiento…? … ¿es necesario sufrir para crear? ¿Qué legitimidad se le otorga al artista que fracasa, y qué se le quita al que sobrevive? …. Pero, ¿de dónde viene esta idea de que el verdadero artista debe sufrir, pasar hambre, morir en la miseria? ¿Qué macabra historia sostiene esta cuerda que estrangula a tantos creadores?
Hay una imagen que flota entre las sombras de la historia del arte: cuerpos
dolientes de artistas que, como tabaco de marihuana, se consumieron, frente a
una audiencia que miraba fascinada y, a la vez, indiferente.
Franz Kafka, Gregorio Samsa, Michael Jackson y el personaje del cuento
El artista del hambre participaron de un mismo ritual: el del cuerpo
entregado, exhibido, deformado, incomprendido y sacrificado ante un público
que primero consume y después olvida.
Recuerdo que mi hijo Magrlon, en su afán de perseguir su sueño rapero, quería
llamar la atención del curso y mientras la profesora explicaba algún teorema,
él improvisaba par de barras para provocar la admiración de los demás. Me
llamaban de orientación escolar con el mismo discurso que le decían a mi madre
conmigo: su hijo es muy inteligente, pero habla mucho, no se centra, si no
tomamos medidas, tendrá que repetir el año. Ya desde esa época pensaba en
Kafka como modelo del sufrimiento creativo para que los demás se conmuevan.
Fue cuando se me ocurrió aconsejarle algo que se nos ha quedado casi como
principio familiar: no sea tabaco de marihuana. No te quemes para que los
demás se rían.
Creo que la metáfora sirvió, Magrlon ahora es The Marlone en YouTube.
No solo es el artista del rap que quiso ser, también es profesor de
matemática, como su madre, y tiene una maestría en
Tecnología educativa y gestión de medios y otra en
Sicología infantil.
Pero la historia está llena de artistas que terminaron en cenicero de fiestas
de sábado por la noche. Que no los salvó su talento, que, buscando la
redención, terminaron quemados en su primera juventud, bajando barras para que
otros se conmuevan, bailen, canten, lean…
Agradezco a Michael y a Kafka sus obras artísticas, pero me apena mucho sus
sufrimientos. Me gustaría decirle a las gentes que se sienten bichos raros que
se apoyen en el arte para salvarse, pero sabemos que la mayoría de los
artistas no se salvan. Que, a pesar de sus obras, muchos de ellos mueren
jóvenes, en la miseria o más solo que la una.
Regresemos.
¿Qué une a Jackson, Gregorio Samsa, Kafka y al artista del hambre?
Pues simple, los une su vulnerabilidad física y simbólica, queridos por lo que
representaban, no por lo que en verdad eran. Franz Kafka un oficinista que
asustado del padre:
«Tuviste una influencia paralizante sobre mí; de las mujeres: «Permitir ser
amado es quizá lo más aterrador»; de los amigos, de la sociedad, quizás hasta de él mismo:
«Parece tan terrible estar vivo y no poder expresarse». Consumido por
la tuberculosis y por un mundo absurdo al que no sabía pertenecer, escribía
sobre seres condenados a fracasar:
«No soy nada más que mis personajes, nada más que sus sufrimientos». Su
literatura nace en la noche, entre el insomnio y la soledad, tal si la
dolencia fuera el único lenguaje legítimo para escribir de lo humano;
Gregorio, como grotesca metamorfosis kafkiana, mutado en un bicho sin valor.
Se transforma, y en ese momento se revela lo que su familia y su sociedad no
querían ver: que ya era una carga, que ya era un monstruo, un Otro. Michael
Jackson, convertido de ídolo infantil a un ser mutante, ambiguo, acusado,
perseguido. Su piel, su cabello, su voz, su identidad racial, su rostro, su
nariz… laboratorio de la ambición paterna y del rechazo social. Y el personaje
de El artista del hambre, devorado por un público que se fascina al ver
sus huesos enjaulados y que luego de ver que el polvo será bíblico no llega,
se aburre y lo abandona hasta que él muere, cuando ya a nadie le interesa
Todos ellos encarnan la tensión entre el arte y el sufrimiento. Todos ellos
fueron cuerpos puestos en escena. Nos obligan a preguntar:
Arthur Schopenhauer, en El mundo como voluntad y representación, afirma
que «el dolor es esencial a toda vida», y que solo en el arte se abre
una posibilidad de redención, un escape de la voluntad ciega que rige el
mundo. El artista, entonces, no es quien crea por elección, sino quien ve
diferente y no lo puede callar.
«La literatura debe ser el hacha que rompa el mar helado dentro de
nosotros», dice Kafka sobre el libro. El arte, para él, es un acto de desgarro. Algo
parecido sugiere Pérez Reverte, según el artículo publicado este mismo año por
Sarah Romero en Historia National Geographic, al decir que
«el escritor verdadero no escribe por fama o dinero, sino porque no puede
evitarlo». Él toma como modelo a Cervantes, que escribió el Quijote en la miseria,
perseguido, sin certezas de publicación. Eso para mí es muy sádico.
¿Escritor de verdad porque se estaba muriendo de hambre?
Este arquetipo —el del creador quebrado— atraviesa siglos, elevado como ideal:
el artista médium de un fuego que lo quema. ¿Pero qué pasa cuando ese fuego no
solo consume el alma, sino también la carne?
La figura del artista como ser abyecto encuentra un marco de poder en Julia
Kristeva. En Poderes de la perversión, define lo abyecto como aquello
que la sociedad expulsa, que no quiere ver, pero que está en su raíz:
«lo que perturba una identidad, un sistema, un orden. Lo que no respeta los
límites, las posiciones, las reglas. Lo inestable».
El artista abyecto no es celebrado en su tiempo. Es inquietante. Sucio. O
grotesco. Gregorio Samsa no deja de ser humano; deja de ser útil. Michael
Jackson, desde su infancia explotada, fue la encarnación mediática de la
rareza disfrazada de rey del pop. En El artista del hambre, Kafka
literaliza esta idea: un hombre que no come como forma de búsqueda
existencial. Su ayuno es primero celebrado y luego olvidado. Desaparece ante
los ojos del público cuando aparece otro animal más vigoroso, más bello, más
joven. En cambio, él no quiere ser salvado. Entiende que hay placer en ser
aplaudido cuando el ayuno voluntario se le hace ley. Casi al final del cuento
lo confiesa: no pude encontrar comida que me gustara.
«Si la hubiera encontrado, puedes creerlo, no habría hecho ningún cumplido
y me habría hartado como tú y como todos».
Sí, como tú, como él, como yo y tantos cuerpos marginales que son convertidos
en distracción mientras duelen en silencio.
Walter Benjamín, en La obra de arte en la época de su reproductibilidad
técnica, advierte que, con la reproducción masiva, el arte pierde su
«aura»: esa singularidad irrepetible ligada a un tiempo y un lugar
ritual. ¡Válgame Dios, qué condena! En lo viral el artista, entonces, queda
atrapado entre dos fuegos:
si se niega al mercado, desaparece; si se somete, pierde su verdad.
Michael Jackson no sobrevivió al personaje. Fue un aura convertida en monstruo
por unos y en dios por otros. De la Motown al videoclip, del vinilo al
holograma póstumo.
«Soy un perfeccionista. Trabajaré hasta que me caiga». Se le exigió la
perfección que los demás no tenemos, la pureza que se tiene cuando se es el
niño que él no pudo ser.
«La gente siempre estará dispuesta a pensar lo peor de ti». Luego vino
lo eterno. Como Samsa. La paradoja benjaminiana se cumple:
cuanto más singular es el artista, más vulnerable se vuelve ante la lógica
del consumo.
Pero,
¿de dónde viene esta idea de que el verdadero artista debe sufrir, pasar
hambre, morir en la miseria? ¿Qué macabra historia sostiene esta cuerda que
estrangula a tantos creadores?
Esa idea de que el «verdadero artista debe colgar de una cuerda»,
sufrir, pasar hambre o morir en la miseria, es una de las narrativas más
viles, crueles, persistentes —y peligrosamente románticas— trenzada por la
historia del arte occidental. Tiene raíces profundas en la religión, en la
filosofía existencial, en las ideologías estéticas del siglo XIX y, claro,
una dosis de fetichismo cultural.
En el dolor está la salvación. Cristo es el artista absoluto: sangra
por los otros, es torturado por la verdad que encarna, muere incomprendido.
Convierte su dolor en redención colectiva. Esa estructura sacrificial se
traslada al artista: alguien que sufre por los demás, que ve más allá, que es
crucificado por su visión. Kafka es un cristo laico: su tuberculosis,
su aislamiento, su oda al fracaso son su viacrucis. Podemos decir que creció
bajo la sombra de un padre autoritario que lo avergonzaba y lo hacía sentir
débil sobre la cruz. Que interiorizó ese miedo y esa culpa transformándolo en
literatura absurda… kafkiana. Gregorio, el mártir sin causa, es
rechazado por su deformidad y muere en silencio, sin redención posible. ¿Quién
es el monstruo… Gregorio o la familia que lo abandona?
El Romanticismo inventó el mito moderno del artista maldito: el creador
no es un artesano, sino un incomprendido por la sociedad vulgar, un solitario,
condenado, brillante y roto. Byron, Novalis, Hölderlin, Rimbaud o Van Gogh
encarnan este ideal. Muchos mueren jóvenes, pobres o enfermos. Sus miserias se
vuelven parte de su leyenda. Con Baudelaire, padre del mito de una genialidad
que arde, surge toda una mitología del artista como marginado: alcohólico,
pobre, loco, enfermo, visionario, maldito. Michael Jackson hereda esta figura,
convertido por muchos de nosotros en un Jesús ambiguo del siglo XX.
La modernidad profundiza esta visión. Las vanguardias —Artaud, Plath, Beckett—
encuentran en el dolor y la alienación el único lenguaje posible. Y la
industria del espectáculo no tarda en convertir esta estética en fórmula.
El sufrimiento vende.
Las biografías trágicas se vuelven marketing. Kurt Cobain, Amy Winehouse,
Basquiat, el Tirone Canserbero… El dolor se estetiza. El suicidio, se vuelve
parte del aura.
Esta narrativa es funcional al capitalismo. Como señala Sarah Thornton:
«el mito del artista hambriento sirve para justificar que el arte no
pague».
La precariedad se convierte en virtud. El que vive bien es sospechoso. El que
fracasa, se vuelve auténtico. Incluso Pérez Reverte, cuando ensalza a
Cervantes por escribir en la miseria, reproduce este ideal. Sin embargo, él,
con el reconocimiento oficial y mercantil que nunca tuvo Cervantes,
insiste en que el escritor verdadero escribe, aunque se muera de hambre. Y es cuando recuerdo a Rodolfo Báez que, en una conversación sobre el tema,
me dijo:
«Vladi, lo más irónico de eso es, que lo dice un escritor, a Pérez Reverte
se refiere, que le pagan millonadas por escribir un libro al año, se tranca
en el confort de su yate y se va a alta mar y que no le molesten. No le
dedica tiempo a más nada que no sea escribir, pero con toda la comodidad y
seguridad del mundo».
Si Bolaño levantara la cabeza.
Es una narrativa cruel —repito—, vil, macabra… para justificar la precariedad
estructural del trabajo artístico. La idea esa de que, el arte «no da para vivir», que me dijo tantas veces mi padre y seguro
que el tuyo, cuando le dije que quería ser artista,
se convierte en excusa para no pagar, para explotar, para exigir
sacrificios sin retribución. Se romantiza ese por amor al arte que tanto nos
ha jodido.
Se fetichiza la locura para celebrar el suicidio como «acto artístico».
¿Por qué el precio debe ser la ruina? ¿Por qué exigimos pureza absoluta a los
creadores mientras otros se lucran con sus obras?
La idea de que el arte debe surgir del hambre es construcción cultural
peligrosa.
Porque romantiza la miseria y justifica el abandono. Me hierve la sangre
cuando recuerdo que el Ministerio de Educación paga a
artistas/docentes/monitores a penas treinta mil pesos mensuales, mientras sus
colegas de otras áreas ganan más del doble. ¿Es que acaso no tienen las mismas
responsabilidades, los mismos derechos? Pero claro, como son artistas, el
sacrificio se da por sentado.
Theodor Adorno, en Teoría estética, sostiene que
«el arte es la forma social de lo no idéntico». Es decir, el arte
verdadero no se acomoda, no armoniza, no consuela. Es tensión, negación,
fisura. Por eso debe resistir a la cultura de masas, que busca absorber todo
en su lógica. El artista que sobrevive sin traicionar esta verdad es rara
avis: Kafka, que escribió para sí mismo. Jackson, que en sus momentos más
oscuros dejó mensajes velados en canciones como
Ben, Stranger in Moscow o They Don’t Care About Us.
Para Adorno, el arte auténtico es casi inútil, pero por eso mismo, es el
refugio de lo verdadero. En esa inutilidad reside su poder. No se deja
consumir fácilmente. Por eso el mercado lo sospecha. Por eso lo rodea, lo
trenza, y cuando no puede domesticarlo, lo cuelga.
La imagen del artista como mártir es peligrosa. Y, sin embargo, hay una
verdad incómoda:
las experiencias más transformadoras del arte han surgido muchas veces del
margen, del dolor, del no lugar.
No porque el dolor ennoblezca, sino porque el arte se vuelve una tabla en
medio del Canal de la mona. Tejo con un hilo blanco que desenvaino del guante
de Michael, con otro oscuro que extraigo de los ojos de Gregorio, con uno de
los huesos delgados del artista del hambre y con uno cálido que viene del
pulmón enfermo de Franz Kafka. Los entrelazos. No es fácil encajarlos. La
ceniza puede ser una opción, abandonar también, pero
a pesar de los pesares, crear y producir algo es lo que nos hace
eternos.
Lo que nos permite subir desde el pozo.
A veces uno se pregunta:
¿Valió la pena que Kafka escribiera La metamorfosis si vivió toda su vida
sintiéndose un bicho?
¿Valió la pena que Michael bailara hasta sangrar si terminó dependiendo de
drogas para dormir?
Michael pudo retirarse. Pudo elegir una vida más cómoda, menos expuesta, menos
exigente. Tenía dinero, fama, una obra eterna, más de lo que soñaríamos. Pero
no pudo. No quiso. No supo. No era una opción, era su forma de estar vivo.
Terrible. Hermoso.
Kafka, en cambio, murió sin saber que cien años después hablaríamos de él y
sus obras desde una isla del Caribe que seguro ni sabía que existía. No
renunció. Aunque le doliera el cuerpo, aunque sintiera que no servía,
escribía. De noche, de madrugada, como un fantasma con hambre. Y pidió que
quemaran sus textos.
Por suerte, uno desobedeció.
¿Cómo decirle a alguien que vive en la pobreza, en la exclusión, que no
abandone su sueño? ¿Y cómo no decirlo, si sabemos que hay fuego en su alma que
merece salir? Hay jóvenes que son atacados, presionados, rechazados, burlados…
por padres, madres, parejas, amigos y es posible que su talento artístico sea
lo único que lo pueda salvar. Si tiene éxitos como Michael, puede salvarle la
vida, pero también puede jodérsela. Puede quedarse solo, abandonado,
rechazado. Es mentira que el trabajo duro sea sinónimo de éxito y un camino
para los aplausos y el reconocimiento. Es cierto también que el arte, sin
éxito, puede salvarle la vida porque es una forma de comunicarse y de liberar
todos esos miedos, todos esos demonios, todos esos fantasmas. ¿Cómo pedirle
que resista, que cree, que se queme por dentro, sabiendo que nadie lo va a
sostener si se rompe? ¿Cómo exigirle al sistema que respete al artista, cuando
el sistema está diseñado para lo contrario?
He visto a jóvenes en esquinas, en aulas, en una casa donde los odian por ser
distintos. Donde los acosan por su hablar, por su vestimenta, por lo que
dibujan, por lo que cantan, por soñar raro. Y tal vez ese cuaderno donde
escriben, ese mural que están pintando a escondidas, esa canción que tararean
sin que nadie los oiga… es lo único que los está salvando de matarse.
¿Te imaginas el mundo sin el arte de Michael y Kafka? ¿Te imaginas que ellos
hayan decidido parar de crear para no seguir sufriendo?
De solo pensarlo, siento cenizas por dentro.
Tomado de Acento.com.do
vlatape@hotmail.com
Vladimir Tatis Pérez, nacido en Santo Domingo, Distrito Nacional en el año
1968, es escritor de novelas y cuentos, además de dramaturgo y ensayista.
Estudió publicidad en la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD) e hizo
en Madrid, España, un curso de administración de empresas culturales. Autor de
la novela "Mátalo", y de los libros de cuentos
"La herida de Eva" y "De castigo en la azotea".
No hay comentarios.:
Publicar un comentario