domingo, 2 de diciembre de 2018

EL PAÍS DEL NO ME ACUERDO

Por Beatriz Sarlo

El aprendizaje memorístico fue perdiendo vigencia y aceptación pedagógica, hasta quedar relegado a las tablas de multiplicar ¿Es un destierro justificado?, se pregunta la escritora y crítica literaria argentina Beatriz Sarlo, en este artículo publicado originalmente en el diario porteño Clarín, el 22 de marzo de 2009.

Ya hace más de medio siglo las maestras modernas y progresistas estaban convencidas de que no era necesario aprender nada de memoria; de mala gana se hacía una excepción a este principio con las tablas de multiplicar y los miembros de la Primera Junta de Mayo de 1810, pero en casi cualquier otra cosa se consideraba anticuado que los pobres alumnos, en lugar de "aprender a razonar", perdieran su tiempo aprendiendo datos. Todavía en 1956 ó 1957 las profesoras de castellano más veteranas pretendían que se estudiara de memoria un fragmento del Quijote o algunas estrofas de Jorge Manrique, pero las más jóvenes (que eran también las más lindas, mejor vestidas y más populares) impulsaban a sus alumnos a que dieran "su" opinión incluso sobre textos sobre los cuales habían entendido, con suerte, el cinco por ciento.

Quien cursara una carrera humanística en la universidad en la década de 1960 consideraba como una afrenta a su inteligencia que un profesor, durante el examen final, le preguntara la fecha de publicación de un libro aunque sólo fuera más o menos aproximativa (saber, por ejemplo, qué había aparecido antes de la crisis de 1930 y no después, dato que podría ser importante). Atravesé las veintiocho materias de mi carrera universitaria convencida de que mi opinión o, si vamos al caso, la de cualquiera de mis compañeros, era más importante que mantener en la cabeza una cronología ordenada de un período literario.

Había tenido, sin embargo, algunas experiencias diferentes antes de mi ingreso a la universidad. Por ejemplo, aprender a escribir con pocas faltas de ortografía en francés. Se sabe que esa lengua tiene una ortografía endiablada y que periódicamente se discute si sus reglas deben simplificarse. Cuando aprendí a escribirla se usaban dos métodos que hoy se condenan sin ninguna misericordia: la escritura de larguísimos dictados y la copia de larguísimos fragmentos literarios. A esas dos prácticas quiero manifestar mi público agradecimiento.

Sobre la copia de trozos literarios, hoy me es difícil compartir las razones de su condena. Sería un acto de hipocresía pedagógicamente correcta seguir sosteniendo que transcribir un poema de Rubén Darío o un trozo de Rimbaud es un trabajo inútil. Puede que no sea una tarea que guste a todos, pero afirmar su inutilidad es más un acto de populismo cultural que un programa pedagógico serio. Equivaldría a condenar la repetición de los acordes principales de una canción para aprenderlos, o de los movimientos correctos en un deporte para inscribirlos en el cuerpo.

Con los dictados adquirí una especie de conciencia de la relación entre lo pronunciado, lo escrito y su significado, conciencia que debía actuar de manera rápida y que, por supuesto, luego dejaba una especie de buena resaca en el fondo de la cabeza: se podía "ver escrito" lo que se escuchaba y se podía "escuchar" lo que se veía escrito. Algo en el cerebro servía como pista de doble mano, porque escribir textos complejos al dictado obligaba a quienes estaban sometidos a esa práctica dura y cruel si se quiere, a captar el significado para estar en condiciones de escribir la frase que lo trasmitía.

La voz de quien "hacía el dictado" leía primero la frase entera, lentamente, amenazadora y majestuosa, plagada de trampas. Luego la repetía cortada en pequeños trozos para que se fuera escribiendo; finalmente, la leía de nuevo de principio a fin. Punto, a entregar la hoja y ver después cómo volvía corregida, cubierta con un sarpullido de pequeñas marcas rojas.

Para aprender a escribir en inglés el método era diferente y aún más árido. Se estudiaban listas de palabras que encerraban triquiñuelas ortográficas, sonidos parecidos, sonidos idénticos que se escribían de manera distinta, distintos sonidos que se escribían de manera idéntica. Más tarde se hacían, con el profesor, los ejercicios de deletreo que consistían en que éste proponía una palabra y de inmediato se le respondía con las letras que la componen, repitiéndola completa después de haberla dividido. De paso se iban aprendiendo muchas palabras y curiosas homofonías, excepciones, singularidades.

De manera no muy diferente se estudiaban algunas reglas de gramática, por ejemplo la de los plurales irregulares franceses, que incluía no sólo la regla de lo irregular sino las excepciones, es decir, reglas de doble fondo. En este aspecto, el inglés es más piadoso, porque los plurales irregulares son muchos menos y, además, los adjetivos no tienen plurales. Con los verbos franceses la empresa estaba decorada con dificultades mayores, que exigían también el aprendizaje de memoria, del cual, una vez cumplido, había que pasar al intrincado sistema de uso de los subjuntivos cuyo empleo es, hasta hoy, una marca distintiva de que se conoce bien la lengua. Yo no era la única chica que hacía dictados, deletreos o copias a fines de los años cincuenta. Entendía eso como un trabajo y, pese a explorar todas las formas a mano de la rebeldía, me hubiera parecido ridículo que mis profesores me propusiera copiar Heartbreak Hotel de Elvis Presley. Habría dicho: "La vieja de inglés no entiende nada".

A propósito de que en Francia se ha vuelto a métodos tradicionales de enseñanza, incluyendo el cálculo mental, la lectura en voz alta y el dictado.

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