Mayra Santos-Febres
04 Abr 2016
Cuenta la historia que un reportero le preguntó una vez al gran José Saramago para qué servía la literatura. El premio Nobel le contestó: “La literatura no sirve para nada“. Y dio gracias al Creador, (bueno, no precisamente al creador, porque Saramago era ateo, pero a algo le dio las gracias) porque en este mundo tan utilitario existiera algo que no tuviera un fin práctico.
La pregunta del reportero no era particularmente sabia. Tampoco la respuesta del Nobel. De hecho, me entero por otros libros que un célebre autor norteamericano, otro superfamoso escritor belga y Saramago coinciden en la idea de que la literatura no tiene un fin determinado, práctico; concreto. Jorge Volpi estudia el dato. El mexicano, que se empeña en ir en contra de todos los discursos aceptados por la especie, insiste en el fin práctico de la literatura. En su libro de ensayos, Leer la mente (1), Volpi afirma que, según los más recientes descubrimientos en neurobiología y ciencias del conocimiento, es imposible que la literatura haya sobrevivido tanto tiempo como práctica de la especie sin que sirva para algo. Todas las acciones de los humanos sirven a la especie —es decir, sirven al propósito primordial de la especie, que es sobrevivir y evolucionar. De hecho, Volpi afirma que la literatura, que el acto mismo de leer, en realidad es lo que nos hace seres humanos.
Volpi se remite al libro de Merlin Donald A Mind So Rare. The Evolution of Human Consciousness (2) para explicar que un primer estado de la conciencia humana consiste en hacerse de un modelo del mundo. Esa habilidad la tienen hasta los mosquitos, lo cual les permite poder esquivar puertas, manoplazos y alcanzar el suculento capilar lleno de sangre. Luego, la segunda habilidad desarrollada consiste en percibir objetos y situaciones complejas —habilidad que los humanos compartimos con otros seres vertebrados. Después viene la “autonomía mental del ambiente” gracias al desarrollo de la memoria a corto plazo, que permite revivir un acto en vez de reaccionar inmediatamente a estímulos que nos rodean. Le sigue el desarrollo de la inteligencia social, que al parecer sólo tenemos los humanos y probablemente las ballenas y los delfines, que nos lleva a asumir que los demás individuos de nuestra especie esconden una vida interior igual a la nuestra. Por último se desarrolla la “imaginación simbólica” que es la capacidad de poder vivir desde una mente que está formada no sólo por neuronas y moléculas que la componen, sino por las ideas y símbolos que esa mente produce.
Roger Bartra bautiza como “exocerebro” en su libro “La antropología del cerebro” esta capacidad humana de la imaginación simbólica.
Es decir, que la conciencia está también configurada por toda una serie de símbolos, ideas, mitologías y literatura —sobre todo si entendemos literatura como los mitos de nuestra era moderna; así la definía Lacan. Todo lo imaginado configura a la mente. La “hace”, es parte de su materia. Es por ello que leer (es decir, hacer propias las palabras generadas por otra conciencia, acceder a un sistema de símbolos que amplía el propio mediante un recuento de memorias y vivencias que se vuelven parte de las propias) configura no solo las maneras que tenemos de pensar sino que organiza a la mente misma.
Cuando leo literatura (no información, no datos, sino literatura —es decir, textos que parten de la conciencia de otro ser de mi especie para reconfigurar la mía) mi mente guarda los recuerdos de Emma Bovary como si fueran propios (Madame Bovary c’est moi). Revive las ocurrencias de Jim al escaparse de la Isla del Tesoro, examina y sufre los retortijones de culpa y las interminables justificaciones que llevaron al crimen al estudiante Razkolnikov. Así trabaja la mente, imitando otras vidas, almacenando memorias propias y ajenas, aprendiendo del juego que es la vida y del otro juego que es el simulacro de vivir que nos presenta la literatura. Es una manera de ser (no de hablar de o con) los demás. De tener una misma conciencia conectada al todo (o a buena parte del Todo de la especie).
Pero este sueño de la conexión a la conciencia colectiva, ¿es real?
En el libro Una historia de la lectura (3), el escritor argentino Alberto Manguel dice que los seres humanos somos entes que leen. Leer es, en su sentido más básico, interpretar signos. Lee el pescador cuando introduce la mano en el agua y siente la fuerza de las corrientes. Lee el astrónomo las estrellas y el astrólogo lee nuestro futuro en ellas. Lee el adivino mirando las vísceras del cordero sacrificado. Leen las mujeres su propio cuerpo para saber si es tiempo para la vendimia. Leemos el clima, los gestos, las palabras. Leemos para ubicarnos en el mundo; para protegernos de él y también para ordenar nuestros actos.
Pero entonces, dirán los más incrédulos, si existen tantos tipos de lectura y por ende, tantas maneras de obtener información y conocimiento, ¿por qué leer libros? Por una sola razón, única e irremplazable. Al leer, accedemos a muchas lecturas a través de ojos distintos a los nuestros. Accedemos a miles de experiencias a través de sentidos y circunstancias que nos exceden, que nos amplifican. Leer es como vivir la vida de otro por un instante y verlo descifrando los signos del mundo que lo rodea. Leer es acceder a la experiencia del otro —sea reportero de guerra, poeta de la corte del rey Luis XV, sabio y astrónomo de Chilam Balám, escritora lesbiana de entreguerras en París o monja mística del barroco mexicano. Leer es una especie de transmigración. Quien lee puede ser Otro, aprender modelos y patrones a través de los ojos de los demás compañeros de especie. Es acceder a otros tipos de conciencia. Es decir, que quien lee accede a mayores modelos y versiones del mundo que quien no lee; conoce mejor su entorno, sobrevive mejor ya que puede echar mano a herramientas más diversas para encarar los problemas (de supervivencia) que se le presentan. Y siente más que los demás. Perdón, pero es cierto. La lectura crea complicidad. Educa un tipo de sensibilidad y la va llevando al desarrollo de “a queer individuality”.
Pero entonces, se presenta el consabido dilema. Aflora el gran problema y la gran promesa que es leer. Para que el acto de la lectura funcione y se complete, debe haber curiosidad. Debe existir un lector curioso, como el que pedía Cortázar, un lector cómplice. Los libros sólo funcionan entre gente curiosa, no entre la gente miedosa. Sólo florecen entre individuos y culturas que no están del todo satisfechas con su mundo, con sus experiencias; con los placeres fáciles que conoce y que tiene a mano y que se atreven a desear otra cosa, a buscar algo más. Leer es para inconformes; para gente que sabe, o más bien, que intuye que hay algo más que la mera experiencia “personal” o “aceptada”. Leer es para gente que quiere pertenecer a un mundo más grande del que conoce. Y que no le teme del todo a lo desconocido.
Pero, ¿para qué pertenecer a un mundo más grande que el propio? ¿Acaso no es suficiente verlo por televisión, por internet?
En el ensayo Ante el dolor de los demás (4), la escritora judía Susan Sontag revela una de las verdades más potentes de nuestra era : Ver no es lo mismo que vivir. Parece lo mismo, pero no lo es. El “ver” (o, para los efectos de este ensayo, el consumir; para decirlo en posmoderno avanzado) supone una distancia que aleja al “observante” del acto observado. No es lo mismo obtener información a través de la tv o del internet de los bombardeos en la franja de Gaza que vivir allí, esperando que una bomba te vuele en pedazos. No es lo mismo leer que vivir, tampoco; pero muchísimo menos es lo mismo leer información (144 caracteres de Twitter, por ejemplo) que leer literatura. Por algo Stalin dijo: “Una muerte es una tragedia, 100,000 muertos es una estadística”. Es decir, cuando un evento le revuelca la conciencia a alguien, se convierte en real. Cuando un evento no pasa de ser un dato, pasa a formar parte “objetiva” del conocimiento. Se convierte en información; pero no conmueve. No logra traducir el “qualia”; la experiencia de estar vivo y de interactuar con lo real.
Los libros (sobre todo los literarios) no esparcen información, ni juegan a la objetividad. Antes, hacen desaparecer la imagen o el número; ese que comunica los hechos puros, sin ninguna mediación de la conciencia. Con esto, la literatura busca hacer lo contrario a informar. Deposita al lector en la Conciencia de otras gentes y de otros pueblos. Hace que la reviva, utilizando experiencias propias para poder comprender las experiencias ajenas. Es decir, que la experiencia narrada literariamente (que es diferente al consumo informático de datos) no es otra cosa que una trampa, una forma de llevar al lector fuera de sí para que vuelva dentro de sí; en un viaje de ida y vuelta para llegar a sí mismo; o más bien, a un yo cambiado. Ya lo dije antes: leer es una especie de transmigración.
El escritor uruguayo Juan Carlos Onetti decía que “la literatura es una forma de mentir bien la verdad”. Por años estuve dándole vueltas a la paradoja de Onetti, hasta que, di con la respuesta, escribiendo este libro de ensayos. La literatura es una forma de mentir bien la verdad porque lo que hacen los escritores (y los lectores) es cancelar la mentira que es la ficción mediante la identificación. En inglés se explica mejor. Existe un “suspension of disbelief” un tipo de acuerdo tácito entre lector y libro cuando se lee. Uno sabe que está leyendo una mentira, pero desplaza ese conocimiento para adentrarse en el mundo que describe la novela o el cuento, caminarlo, poderlo “aprehender”, ponerse en los zapatos del protagonista. De esa manera lo vivimos. Sólo si el libro está bien escrito, sólo si la “mentira” que es la novela o el cuento está bien construida, logra no recordarnos que es mentira; que se acerca intensamente a la realidad. A la verdad de esa realidad.
Es como una especie de amor.
Todos los libros son un simulacro de la realidad. Pero, y eso lo sabemos; todo lo que vivimos es un simulacro de la realidad. O, como argumentaría Manguel, para vivir, debemos leer la realidad. Interpretarla. La realidad, al menos para los seres humanos, no existe sin una interpretación, es decir, sin la reconstrucción de la experiencia que es enfrentarla. Vivimos en un mundo al cual sólo tenemos acceso a través de nuestra mente y sus “lecturas” del entorno.
Por ello, es verdad lo que argumentaba Octavio Paz acerca de la poesía: “Cada lector busca algo en el poema. Y no es insólito que lo encuentre: Ya lo llevaba dentro” (5).
Todo está ya en el cerebro. La literatura es un estímulo para sacarlo a la superficie, para aprender nuevos modelos de armar la realidad que ya vive dentro de nosotros.
Pero sin el curioso impertinente, sin ese lector que quiere aprender cosas —hasta las que le puedan hacer daño— no ocurre el milagro de la lectura.
Referencias:
1. Jorge Volpi. Leer la mente. Madrid: Alfaguara, 2011. 168pp.
2. Merlin Donald A Mind So Rare. The Evolution of Human Consciousness. New York: Norton Paperbacks, 2002, 365pp.
3. Alberto Manguel. Historia de la lectura. Barcelona: Emecé Editores, 2005, 373pp.
4. Susan Sontag. Ante el dolor de los demás. Madrid, España: Alfaguara, 2003, 149pp
5. Octavio Paz. El arco y la lira. México: Fondo De Cultura, Dec 31, 2006, p.87
Tomado de Zenda Libros
Mayra Santos-Febres (Carolina, Puerto Rico, 1966) es una poeta, novelista, cuentista, narradora, crítica y profesora puertorriqueña.
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