(México: Organización Editorial Novaro, S.A., 1974)
(1) ¿QUIÉN ES RITA GUIBERT?
Rita Guibert (5 de diciembre de 1916 - 5 de diciembre de 2007) fue una autora,
periodista, editora, investigadora y traductora estadounidense.
Rita Guibert es mejor conocida como la autora de la críticamente aclamada
“SIETE VOCES: Siete escritores latinoamericanos hablan con Rita Guibert”. Las
Siete Voces son entrevistas grabadas en profundidad con Pablo Neruda,
Jorge Luis Borges, Miguel Ángel Asturias, Octavio Paz, Julio Cortázar, Gabriel
García Márquez y Guillermo Cabrera Infante. El Premio Nobel de Literatura fue
otorgado a Pablo Neruda en 1971, a Miguel Ángel Asturias en 1967, a Octavio
Paz en 1990 y a Gabriel García Márquez en 1982.
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ
(Aracataca, Colombia 1928 - México DF, 2014)
INTRODUCCIÓN
Mi persecución en busca de un autor —un viaje de París a Barcelona, una espera
de dos semanas en un hotel catalán, lla¬madas de larga distancia, cables de
Nueva York a España— en realidad comenzó sólo después de haberle entregado a
Gabriel García Márquez, durante nuestro segundo encuentro en Bar¬celona, donde
lo conocí, un cuestionario escrito preparado por indicación suya. Es que
García Márquez, cuya resistencia a los periodistas es bien conocida, se
negaba, como lo había hecho Cortázar, a una entrevista grabada. Después de
leer el cuestio¬nario prometió, mientras tomábamos el té, completarlo en pocos
días; sugirió además que esperara por sus respuestas en Barcelona a en para
poder completar la entrevista con las preguntas que seguramente provocarían
sus declaraciones. Desde ese momento no logré ni verlo ni hablarle más, aunque
unos días antes de mi partida me hizo saber por su mujer, Mercedes, que
enviaría el manuscrito a Nueva York, promesa que nunca cumplió.
Seis meses más tarde, cuando García Márquez
vino a Nueva York para recibir el título honorario otorgado por la Universidad
de Columbia, contestó, sin demora, mi llamado telefónico. Al día siguiente nos
encontramos a las siete de la mañana en el Plaza Hotel donde tomamos el
desayuno después de persuadir al maitre d’ que nos dejara entrar al
comedor, incidente provocado, no por el bigote a lo mafioso de este autor
colombiano; simplemente porque andaba sin corbata. Luego, en el salón desolado
del Persian Room (cabaret del Plaza), concluimos en menos de tres horas
la conversación —esta vez grabada— de la entrevista pendiente por tan largo
tiempo.
García Márquez (Gabo, como lo llaman sus
amigos) nació en 1928 en Aracataca, pueblito colombiano en las cercanías de
una finca bananera de Macondo, pueblo más pequeño aún perdido en el medio del
país, que García Márquez solía explorar cuando era niño.
Años más tarde llamaría Macondo a las
tierras mitológicas donde se desarrollan algunos de sus cuentos, ciclo que
cierra con Cien años de soledad novela que comienza a escribir a los 18
años bajo el título de La casa. “Pero entonces no tenía ni aliento, ni la
experiencia vital, vital ni los recursos literarios para escribir una continua
novela así y la dejé.” Finalmente, en 1967, después de muchas penurias y
frustraciones literarias se publica en Buenos Aires
Cien años de soledad (su quinto libro), provocando, como escribió Mario
Vargas Llosa, “un terremoto literario en América Latina. La crítica reconoció
en ella una obra maestra y el público refrendó este juicio agotando desde
entonces, sistemáticamente, las reediciones, que, en algún momento, alcanzaron
el ritmo asom¬broso de una por semana. Su autor se convirtió de la noche a la
mañana en un ser casi tan famoso como un gran futbolista o un egregio cantante
de boleros”. En 1969, la Académie Française lo selecciona como el mejor
libro extranjero del año; sus otras traducciones son aclamadas con el mismo
entusiasmo y, aunque “es una desgracia tener que reconocerlo —dice García
Márquez a González Bermejo cuando lo entrevista para la revista española
Triunfo— las mejores críticas se han hecho en los Estados Unidos. Es decir,
son lectores profesionales, conscientes, muy bien formados, algunos
progresistas, otros tan reaccionarios como se supone que tienen que ser, pero
como lectores son estupendos”.
García Márquez no se considera un
intelectual, sino “un escritor que entra precipitadamente a la arena, como un
toro, y después ataca”. Para él la literatura es un juego muy sencillo; “en un
panorama literario que dominan Rayuela y Paradiso,
Cambio de piel y Tres tristes tigres —nos dice Emir Rodríguez
Monegal— todos trabajos experimentales al límite de la experimentación misma;
obras complejas que exigen mucho del lector”, García Márquez, en
Cien años de soledad, “con una olímpica indiferencia por la técnica
exterior se larga a narrar, con increíble velocidad y aparente inocencia, una
historia absolutamente lineal y cronológica, una historia como las de antes:
con su principio, su medio y su fin”. Y, como dijo el mismo García Márquez a
Luis Harss, “es tal vez el menos misterioso de todos mis libros porque el
autor trata de llevar al lector de la mano para que no se pierda en ningún
momento ni quede ningún punto oscuro”.
De la misma manera, García Márquez es
llevado al éxito tomado de la mano de sus amigos, ya que fueron sus amigos los
que llevaron a la imprenta, en 1955, el manuscrito de La hojarasca,
encontrado en su escritorio después que él parte para Italia, en 1954, como
corresponsal de El espectador. Luego, en París, en 1957, cuando Rojas Pinilla
ya había clausurado el diario (su única fuente de ingresos), García Márquez,
viviendo a crédito en un hotelito del Barrio Latino, termina
El coronel no tiene quien le escriba; considerándolo de poco valor
literario entierra el manuscrito “amarrado con una corbata de colores en el
fondo de una maleta”. Vuelve a Colombia para casarse con Mercedes —la misma
Mercedes de “ojos adormecidos” comprometida con el Gabriel de
Cien años de soledad— y se traslada por unos dos años a Venezuela
donde, mientras se gana la vida como periodista, escribe
Los funerales de Mamá Grande. De Caracas va a Nueva York como
corresponsal de Prensa Latina, agencia noticiosa de Cuba revolucionaria.
Renuncia al cabo de unos meses; recorre el sur de los Estados Unidos y llega a
México en 1961 donde se radica por varios años. En México son nuevamente sus
amigos los que tramitan la publicación (1961-1962) de los dos últimos libros,
“y ellos, finalmente —sigue contando Vargas Llosa—, lo obligaron a enviar a un
concurso literario en Bogotá el manuscrito de una nueva novela escrita en
México, después de aconsejarle que cambiara el título original,
Este pueblo de mierda, por uno menos procaz: La mala hora... Lo
cierto es que, sin la obstinación de sus amigos, García Márquez sería quizá
aún hoy un escritor inédito”.
En la actualidad, García Márquez se puede
permitir vivir como un “escritor profesional” con los derechos casi
exclusivamente ganados con Cien años de soledad —la saga de Macando y
los Buendía, que comienza en un mundo “tan reciente, que muchas cosas carecían
de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo”; un mundo
donde vuelan las alfombras; resucitan los muertos; una lluvia dura exactamente
cuarenta años, once meses y dos días. El primer Buendía pasa sus últimos años
atado a un castaño de su huerto murmurando en latín; cuando finalmente muere
caen del cielo pequeñas flores amarillas; Úrsula, su mujer, vive por
generaciones y generaciones; Aureliano descubre que la literatura es “el mejor
juguete que se había inventado para burlarse de la gente”; y según Alfonso,
“el día en que los hombres viajen en primera clase y la literatura en el vagón
de carga”, “el mundo habrá acabado por joderse”. La crónica termina cuando el
linaje de los Buendía, después de un esfuerzo familiar de más de cien años
tratando de evitar que se cumpla una antigua profecía, llega a su fin cuando
de unión incestuosa nace un niño con cola de cerdo que es devorado por un
ejército de hormigas. Esta saga confirma lo que ya había dicho el autor: “Todo
le es permitido a un escritor siempre que sea capaz de hacerlo creer.”
Posdata: Antes de partir de Nueva York,
García Márquez, que después de nuestra entrevista quedó viviendo de incógnito
en otro hotel de la ciudad, llamó para despedirse y “enviarme un besito como
gesto de ternura”. Le pregunté cómo habían pasado las vacaciones neoyorquinas.
“Magnífico —dijo—. Mercedes y yo tuvimos tres días deliciosos de compras.”
“¿Visitaron los museos? ¿Fueron al campo?” “Por supuesto que no, y puedes
agregar a todo lo que te he dicho que no me gusta ni el arte ni la
naturaleza.”
LA ENTREVISTA
La resistencia de García Márquez a los periodistas es bien conocida, y en
este caso significó mucha persuasión y varios meses de espera.
Mira, yo no tengo absolutamente nada
contra los periodistas. Hice ese trabajo y sé lo que cuesta. Pero si en esta
época de mi vida contesto todas las entrevistas que me quieren hacer no
podría trabajar. Además, ya se queda uno sin nada que decir. Sabes..., me he
dado cuenta que justamente por mi simpatía por los periodistas las
entrevistas han terminado por ser para mí una especie de género de ficción.
Para que el reportero tenga algo nuevo que llevar se busca cómo dar a la
misma pregunta una respuesta distinta. Ya no se dice la verdad y la
entrevista deja de ser periodismo para convertirse en una novela. Es
creación literaria, ficción pura.
No me opongo a la ficción como una parte de la realidad...
Esa podría ser una buena entrevista.
En Relato de un náufrago —reportaje escrito en 1955 para El
espectador de Colombia y publicado en 1970 por una editorial de Barcelona—
relatas las odiseas de un marinero que vivió diez días a la deriva en una
balsa. ¿Hay en esa historia algo de ficción?
En ese reportaje no hay ni un solo detalle
inventado. Eso es lo formidable. Si hubiera imaginado esa historia lo diría,
inclusive con mucho orgullo. Entrevisté a ese muchacho de la marina de
guerra colombiana —como lo cuento en el prólogo del libro— y me relató su
historia minuciosamente. Como era de un nivel cultural bastante regular él
no sabía que muchos detalles que me contaba espontáneamente eran
importantísimos y se sorprendía de que a mí me llamaran tanto la atención.
Yo, haciendo una especie de trabajo de psicoanálisis lo ayudaba a
recordarlos —por ejemplo, una gaviota que vio volando sobre su balsa— y de
esa forma logramos reconstruir toda su aventura. ¡Fue un cañonazo! La
historia completa —que se publicó por entregas en El Espectador— se había
planeado hacerla en cinco o seis episodios, pero hacia el tercero se había
armado tal alboroto de lectores, había subido tanto la circulación del
periódico, que el director me dijo: “no sé cómo lo haces, pero a esto le
sacas por lo menos 20 episodios”. Lo que hice entonces fue enriquecer más
cada detalle.
Tan buen periodista como escritor...
Comí muchos años de eso, ¿verdad?..., y
ahora como escritor. Ambos oficios me han dado para comer.
¿Extrañas el periodismo?
Mira, de verdad el oficio de periodista me
ha dejado una gran nostalgia. Lo que pasa es que ahora no lo podría hacer
como reportero raso, que es como a mí me gustaba..., ir al lugar de la
noticia, ya sea una guerra, una pelea, o un concurso de belleza, y tirarse
en paracaídas, si fuese necesario. Aunque el trabajo de escritor, sobre todo
como lo hago ahora, tiene las mismas fuentes que cuando era periodista, la
elaboración ya es de gabinete, en cambio aquello era en caliente. Cuando hoy
leo algunas de las cosas que escribí como periodista me tengo una inmensa
admiración, mucho más que como novelista cuando tengo todo mi tiempo para
trabajar. Aquello era distinto porque yo llegaba al periódico y el jefe de
redacción me decía: “tenemos una hora para entregar esta noticia”. Creo que
ahora sería incapaz de escribir una de esas páginas ni en un mes.
¿Por qué? ¿Hay una mayor conciencia del lenguaje?
Creo que se necesita un cierto grado de
irresponsabilidad para ser escritor. En esa época yo tenía unos veinte años
y no me daba mucha cuenta de la dinamita que tenía entre manos en cada hoja
que sacaba. Ahora, sobre todo después de Cien años de soledad, soy
muy consciente por la enorme atención que el libro ha despertado..., un boom
de lectores. Ya no pienso que lo que escribo es para que lo lean mi mujer y
unos cuantos amigos, sé que hay mucha gente que lo está esperando. Cada
letra me pesa, ¡pero no te imaginas cómo! Entonces me muero de envidia de mí
mismo, de cómo cuando era periodista despachaba eso con tanta facilidad. Era
formidable poderlo hacer...
¿En qué forma afectó tu vida personal el éxito de
Cien años de soledad? Recuerdo que en Barcelona dijiste: “estoy
cansado de ser García Márquez”.
Es que me ha cambiado la vida. No sé dónde
me preguntaron cuál era la diferencia entre antes y después de ese libro y
dije que después “hay siempre como 400 personas más”. Es decir, antes sólo
tenía mis amigos, ahora hay además una enorme cantidad de gente que me
quiere ver, quiere hablar conmigo: periodistas, universitarios, lectores.
Cosa curiosa... muchísimos lectores no tienen interés en hacer preguntas,
sólo quieren hablar sobre el libro. Eso, que es muy halagador, lo es caso
por caso; pero ya sumados se convierten en un problema en la vida de uno. Me
gustaría complacer a todos, pero como no es posible tengo que estar haciendo
perradas…, ¿verdad? Diciendo, por ejemplo, que me voy de una ciudad cuando
en realidad lo que hago es cambiar de hotel. Esas son las cosas que hacen
las vedettes, algo que siempre he detestado, y yo no quiero estar en el caso
de la vedette, es una imagen que me molesta mucho. Hay, además, un cierto
problema de conciencia por estar burlando a la gente y sacándole el
cuerpo...; pero tengo que hacer mi vida y llega un momento en que digo
mentiras. Bueno, esto lo reduzco a una frase que es más cruda de como tú la
dices. Yo digo: “estoy de García Márquez hasta los cojones”.
Sí, pero, ¿no temes que esa actitud, aunque involuntaria, termine por
ubicarte en una torre de marfil?
Ese es un peligro que veo
permanentemente y me lo digo todos los días. Por eso fui hace algunos
meses a la costa del Caribe, en Colombia, donde acabo de recorrer las
Antillas Menores, isla por isla. Me di cuenta que por estar huyendo a
estos contactos había quedado reducido a los cuatro o cinco amigos que
tengo en cada lugar donde vivo. En Barcelona, por ejemplo, alternamos
siempre con unas cinco parejas, gente con la que tenemos toda clase de
afinidades. Desde el punto de vista de mi vida privada, y por mi carácter,
eso es estupendo..., es lo que me gusta, pero llegó un momento en que
comprendí que esa vida estaba afectando mi novela El súmmum de mi vida
—que había sido ser escritor profesional— se cumple en Barcelona y de
pronto me di cuenta que serlo es terriblemente perjudicial. Yo llevaba la
vida del perfecto escritor profesional.
¿Y en qué consiste la vida de un escritor profesional?
Mira, te cuento cómo es un día típico.
Siempre me despierto muy temprano, a eso de las seis de la mañana. Leo el
periódico en la cama, me levanto, tomo un café oyendo música de la radio y
alrededor de las 9 —después que se han ido los niños al colegio— me siento
a escribir. Escribo sin interrupción de ninguna clase, hasta las dos y
media, que es cuando los niños regresan y empiezan los ruidos de la casa.
Durante toda la mañana no he atendido el teléfono..., mi mujer ha estado
filtrándolo. Entre dos y media y tres, almorzamos. Cuando me he acostado
tarde la noche anterior hago una siesta hasta las cuatro de la tarde.
Desde esa hora hasta las seis leo oyendo música, siempre escucho música,
salvo cuando escribo porque le pongo más atención a la música que a lo que
estoy escribiendo. Luego me voy por ahí a tomar un café con quien tenga
una cita y por la noche siempre hay amigos en la casa. Bueno..., creo que
esta es la situación ideal para un escritor profesional, la culminación
del que ha estado trabajando exclusivamente para hacer eso. Pero de pronto
encuentras que, cuando ya lo eres, eso es esterilizante. Yo me di cuenta
que estaba metido en una vida completamente estéril —todo lo contrario del
reportero que era y que quería ser— que afectaba la novela que estaba
escribiendo, una novela hecha a base de experiencias frías, en el sentido
de que ya no me interesaban mucho, cuando mis novelas son en base a
historias viejas, pero con experiencias frescas. Por eso me fui a
Barranquilla, la ciudad donde me crie y donde tengo mis amigos más viejos.
Pero... recorro todas las islas del Caribe, no tomo notas, no hago nada,
estoy por ahí dos días, me voy a otro lado..., me pregunto, ¿a qué vine?
Yo mismo no entiendo muy bien qué es lo que estoy haciendo, pero sé que
estoy tratando de aceitar esa maquinaria que se ha ido anquilosando. Sí,
hay una tendencia natural —cuando resuelves una serie de problemas
materiales— a aburguesarte, a meterte en una torre de marfil, pero yo
tengo el impulso, y además el instinto, de salir de esa situación...,
estoy en una especie de tira y afloja. Inclusive en Barranquilla —donde
estoy pasando una temporada que puede ser larga o corta, pero que tiene
mucho que ver con esto de no aislarme— me doy cuenta que me estoy
perdiendo una gran zona que me interesa por mi tendencia a reducirme a un
pequeño grupo de amigos. Pero no soy yo, es el medio que me impone esa
condición y tengo que defenderme. Como ves, un argumento más para decir
—sin dramatismo, pero por cuestiones de trabajo—: “estoy hasta los cojones
de García Márquez”.
Siendo consciente del problema te será más fácil sobrepasar la
crisis.
Es que tengo la impresión de que la
crisis ha durado mucho más de lo que yo creía, mucho más de lo que creía
el editor, mucho más de lo que creían los críticos. Siempre encuentro a
alguien que está leyendo mis libros, alguien que tiene la misma reacción
que tenían los lectores hace cuatro años, es como si estuvieran
saliendo, como hormigas, lectores de cuevas. Es una especie de fenómeno.
Que no deja de ser halagador.
Sí, me parece muy halagador, pero lo
que ofrece dificultades es el manejo práctico de ese fenómeno. No
solamente tengo la experiencia de la gente que ha leído el libro y de lo
que ha significado para ellos (he oído cosas enormes), sino también el
de la popularidad. Estos libros me han dado una popularidad que se
parece más a la de los cantantes y actores de cine que a la de los
escritores. Todo eso termina también por ser fantástico y me llegan a
suceder cosas extrañas como esta. Desde cuando trabajaba de noche en el
periódico soy muy amigo de los choferes de taxi de Barranquilla porque
iba a tomar café con los que estaban estacionados en la vereda de
enfrente. Muchos siguen siendo choferes y ahora, cuando me llevan, no me
quieren cobrar, pero el otro día, evidentemente uno que no me conocía,
cuando llegamos a mi casa, al pagarle, me dice muy confidencialmente:
“¿sabe que aquí vive García Márquez?” “Usted cómo lo sabe”, le pregunté.
“Es que yo lo he traído muchas veces”, me contestó. Te das cuenta que el
fenómeno se está convirtiendo al revés y el perro se está mordiendo la
cola; el mito me está llegando a mí.
Anécdotas para una novela...
Sería la novela de la novela.
Los críticos se han ocupado extensamente de tu obra. ¿Con cuál de
ellos estás más de acuerdo?
No quisiera que mi respuesta pareciera
despreciativa, pero la realidad es —y sé que es difícil que me lo crean—
que juzgo poco a los críticos. No sé por qué, pero no comparo lo que yo
pienso con lo que ellos dicen. No sé mucho si estoy de acuerdo o no...
¿No te interesa la opinión de los críticos?
Me interesaba mucho al principio,
ahora, bastante menos. Encuentro que han dicho pocas cosas nuevas. Hubo
un momento en que dejé de leerlas porque en cierto modo estaban
condicionando —y de algún modo me estaban diciendo— cómo debería ser mi
próximo libro. Una vez que los críticos racionalizaban toda mi obra yo
iba descubriendo cosas que no me convenía descubrir. Mi trabajo dejaba
de ser intuitivo.
Melvin Maddocks, de Life, dijo de
Cien años de soledad: “Es la intención de Macondo ser tomado
como una especie de cuento surrealista de Latinoamérica? ¿O es que
García Márquez lo intenta como una metáfora para el hombre moderno y
su sociedad enferma?”
No es nada de eso. Yo quise
exclusivamente contar la historia de una familia que durante cien años
hizo todo lo posible por no tener un hijo con cola de cerdo y,
precisamente, por las medidas que tomaron por no tenerlo terminaron
teniéndolo. En síntesis, ese es el argumento del libro, pero eso de
simbolizar... pues, nada. Alguien que no es crítico decía que
probablemente el interés que el libro había despertado era porque por
primera vez se cuenta realmente la vida privada de una familia de la
América Latina..., entramos al dormitorio, al baño, a la cocina, a todos
los rincones de la casa. Por supuesto, yo nunca me dije “voy a escribir
un libro que tenga interés por todo eso”, pero una vez escrito, y cuando
me lo dicen, pienso que a lo mejor tienen razón. Al menos este concepto
es interesante, y no toda esa mierda del destino de los hombres, etc.
Pienso que un tema que predomina en tu obra es el de la soledad.
Es sobre el único tema que he
escrito, desde el primer libro hasta el que estoy escribiendo, que es
ya una apoteosis del tema de la soledad; el del poder absoluto, que es
lo yo considero debe ser la soledad total. Es un proceso que vengo
tratando desde el principio. El del coronel Aureliano Buendía —el de
sus guerras y el de su marcha hacia el poder— es verdaderamente una
marcha hacia la soledad. Todos los miembros de la familia no sólo
están solos —lo he dicho muchas veces en el libro, tal vez más de lo
que hubiera debido— sino que es la antisolidaridad, inclusive, de los
que duermen en la misma cama. Pienso que los críticos que más han
acertado son los que han llegado a la conclusión de que todo el
desastre de Macondo —que es también un desastre telúrico— viene de esa
falta de solidaridad, la soledad de cada uno tirando por su cuenta.
Eso ya es entonces un concepto político, y que lo sea me interesa. Dar
a la soledad un contenido político como yo creo que debe ser el
contenido político.
¿Había, al escribirlo, la intención consciente de dar un
mensaje?
Nunca pienso en dar ningún mensaje.
Tengo una formación ideológica y no logro —ni quiero, ni trato— salir
de ella. Chesterton decía que él era capaz de explicar el catolicismo
partiendo de una calabaza o de un tranvía. Creo que uno puede escribir
Cien años de soledad, un cuento de marineros, o describir un
partido de futbol y siempre habrá un contenido ideológico. Son los
lentes ideológicos que uno tiene puestos y que sirven para explicar,
no en este caso el catolicismo, pero otra cosa que no sé qué será. No
hay en mí el propósito preconcebido de decir en un libro esto o
aquello. Me interesa exclusivamente la conducta de los personajes,
pero no lo que esa conducta pueda tener de ejemplar o reprochable.
¿Te interesan los personajes desde el punto de vista
psicoanalítico?
No, porque necesitaría una formación
científica que no tengo. Sucede al revés. Desarrollo mi personaje, y
lo trabajo, creyendo valerme solamente de elementos poéticos. Una vez
que el personaje está armado, algunos profesionales me dicen que es un
análisis psicoanalítico. Me encuentro entonces con una serie de bases
científicas que no tengo y que jamás he soñado. En Buenos Aires —tú
sabes que es una ciudad de psicoanalistas— algunos hicieron una
reunión para analizar Cien años de soledad. Llegaron a la
conclusión que era un complejo de Edipo bien sublimado y no sé cuántas
cosas más me dijeron. Encontraron que los personajes —desde el punto
de vista psicoanalítico— eran perfectamente coherentes, casi parecían
casos médicos.
También hablaron de incesto...
A mí lo que me interesaba era que la
tía se acostara con el sobrino, no las raíces psicoanalíticas del
hecho.
No deja de ser extraño que siendo el machismo una de las
idiosincrasias de la sociedad latinoamericana sean en tus libros las
mujeres de personalidad fuerte, estable o —como tú mismo has dicho—
masculinas.
Eso no era consciente en mí, me lo
han hecho ver los críticos que me han creado un problema porque ahora
me es más difícil trabajar con ese material. Pero no cabe duda que es
la fortaleza de la mujer en la casa —en la sociedad como está
establecida, particularmente en la América Latina— la que permite que
los hombres se lancen a toda clase de aventuras quiméricas y extrañas
que es lo que hace a nuestra América. Esa idea me vino de unos
episodios reales que contaba mi abuela de las guerras civiles del
siglo pasado, que más o menos equivalen a las guerras del coronel
Aureliano Buendía. Me contaba que Fulano de Tal se iba a la guerra y
decía a su mujer: “tú verás qué haces con tus hijos”, y la mujer,
durante un año o más, era la que mantenía la casa. Al tratarlo
literariamente yo veo que si no fuese por las mujeres que se hicieron
cargo de la retaguardia no hubiera habido las guerras civiles del
siglo pasado que son importantísimas en la historia del país.
¿Es eso una indicación de que no eres antifeminista?
Lo que sí soy, definitivamente, es
antimachista. El machismo es cobardía, falta de hombría.
Volvamos a los críticos. Sabrás que algunos han insinuado que
Cien años de soledad podría ser un plagio de
La Recherche l’Absolu, de Balzac. Günter Lorenz lo sugirió en
la reunión de escritores en Bonn, en 1970. Luis Cova García, en la
revista hondureña Ariel, publicó el artículo “Coincidencia o
plagio”, y una especialista en Balzac, la profesora Marcelle Bargas,
en París, hizo un estudio de las dos novelas e hizo notar que los
vicios de una sociedad y de una época realzados por Balzac habían
sido trasladados a Cien años de soledad.
Es curioso, alguien que sabía de
este comentario me mandó el libro de Balzac, que yo no había leído.
Como ahora no me interesa Balzac —si bien es sensacional y leí todo lo
que pude en su momento— lo miré por encima. Me llamó la atención
porque decir que una cosa viene de la otra es bastante ligero y
superficial. Inclusive, aunque esté dispuesto a aceptar que sí, que lo
había leído antes, que inclusive decidí plagiarlo, lo que podría haber
en mi libro de La Recherche serían unas cinco páginas, y en
última instancia un personaje, el alquimista. Bueno, fíjate, cinco
páginas y un personaje contra 300 páginas y unos doscientos personajes
que no son del libro de Balzac. Creo entonces que los críticos
deberían buscar 200 libros más para ver de dónde salieron los otros
personajes. No tengo, además, ningún temor al concepto de plagio. Si
mañana tuviese que escribir Romeo y Julieta lo haría, y creo
que sería estupendo poder volverlo a escribir. Edipo rey, de
Sófocles, un libro del que he hablado mucho y pienso que es el
fundamental de mi vida, desde que lo leí por primera vez me ha
asombrado por su absoluta perfección. En una oportunidad encontré en
un lugar de la costa de Colombia una situación muy cercana a lo que es
el drama del Edipo rey, y estuve pensando en escribir algo que
se llamara Edipo alcalde. En ese caso no me hubieran dicho que
era plagio porque empezaba por decir que era un edipo. Me parece que
este concepto de plagio ya se acabó. En Cien años de soledad yo
mismo puedo decir dónde creo encontrar Cervantes, Rabelais —no en
cuanto a calidad—, sino por cosas que he agarrado y puesto ahí. Pero
también puedo decir, línea por línea —y este es un punto al que nunca
llegarán los críticos— de qué episodio o de qué recuerdo de la vida
real viene cada una. Es una experiencia muy curiosa hablar de estas
cosas con mi madre porque ella sí recuerda el origen de muchos
episodios y, naturalmente, es más fiel narrador que yo porque no lo ha
elaborado literariamente.
¿Cuándo empezaste a escribir?
Desde que tengo memoria. El recuerdo
más antiguo que tengo es que dibujaba “cómicos” y ahora me doy cuenta
que posiblemente lo hacía porque todavía no sabía escribir. Siempre he
buscado medios para contar y me he quedado con la literatura, que es
el más accesible. Pero pienso que mi vocación no es la de escritor
sino la de contador de cuentos.
¿Es que prefieres la palabra hablada a la escrita?
Por supuesto. Lo estupendo es contar
un cuento y que ese cuento muera ahí. Para mí lo que sería ideal sería
contarte la novela que estoy escribiendo y estoy seguro que produciría
el mismo efecto que busco al escribirla, pero sin todo ese trabajo. En
mi casa, a toda hora, cuento los sueños, lo que me pasó y lo que no me
pasó. A mis hijos no les cuento las historias de Callejas sino cosas que
suceden, y eso les gusta mucho. Vargas Llosa, en el libro sobre la
vocación literaria que está escribiendo,
García Márquez, historia de un deicidio, donde toma como ejemplo
mi obra, dice que soy un semillero de anécdotas. Tratar de que me
quieran por un buen cuento que conté..., esa es mi verdadera vocación.
He leído que cuando termines El otoño del patriarca escribirás
cuentos y no novelas.
Tengo un cuaderno donde voy enumerando
y tomando notas de cuentos que se me ocurren. Ya tengo unos 60 y me
imagino que llegaré a 100. Lo que es curioso es el proceso de
elaboración interna. El cuento —que surge de una frase o de un episodio—
o se me ocurre completo en una fracción de segundo, o no se me ocurre.
No tiene un punto de partida y después entra o sale un personaje. Voy a
contarte una anécdota para que te des cuenta por qué misteriosos caminos
llego al cuento. En Barcelona, una noche, había gente en casa y se fue
la luz. Como el daño era local llamamos a un electricista. Mientras él
arreglaba el desperfecto, yo, que lo alumbraba con una vela, le
pregunto: “¿Cómo diablos es este daño de la luz?” “La luz es como el
agua —me dijo—, se abre un grifo, sale, y al pasar marca un contador.”
En esa fracción de segundo se me ocurrió, completito, completito, este
cuento:
En una ciudad donde, no hay mar —puede
ser París, Madrid, Bogotá— viven en un quinto piso un matrimonio joven
con dos niños de 10 y 7 años. U n día los niños piden a sus papás que
les regalen un bote con remos. “¿Cómo vamos a regalarles un bote con
remos? —dice el padre—. ¿Qué van a hacer con él en esta ciudad? Cuando
vayamos a la playa, en el verano, lo alquilamos.” Los niños se emperran
que quieren un bote con remos hasta que el padre les dice: “Si sacan el
primer puesto en el colegio se los regalo.” Los niños sacan el primer
puesto, el padre compra el bote y cuando lo suben al quinto piso les
pregunta: “¿Qué van hacer con esto?” “Nada —le contestan— queríamos
tenerlo. Lo meteremos allá en el cuarto.” Una noche, cuando los padres
se van al cine, los niños rompen un bombillo de la luz y la luz —como si
fuese agua— empieza a chorrear llenando toda la casa hasta un metro de
altura. Sacan el bote y empiezan a remar por los dormitorios y la
cocina. Cuando ya es hora que regresen los papás lo guardan en el
cuarto, abren los sumideros para dejar que la luz se vaya, reemplazan el
bombillo y... aquí no ha pasado nada. Ese juego se les vuelve tan
formidable que van dejando que el nivel de la luz llegue más alto, se
ponen lentes oscuros, aletas y nadan por debajo de las camas, de las
mesas, hacen pesca submarina... Una noche, la gente que pasa por la
calle al notar que por las ventanas está chorreando luz y que está
inundando la calle, llaman a los bomberos. Cuando los bomberos abren la
puerta encuentran a los niños —que distraídos con su juego habían dejado
que la luz llegara hasta el techo— ahogados, flotando en la luz.
Dime, ¿cómo este cuento completo, tal como lo conté, se me ocurrió en
una fracción de segundo? Claro, como lo cuento mucho, cada vez le
encuentro un ángulo nuevo —cambio una cosa por la otra o agrego un
detalle—, pero la concepción es la misma. En todo esto no hay nada
voluntario ni predecible, tampoco sé cuándo se me va a ocurrir. Estoy a
merced de la imaginación que es la que me dice cuándo sí o no.
¿Ya está escrito ese cuento?
Lo único que anoté es: “número 7,
Niños que se ahogan en la luz.” Eso es todo. Pero este cuento, así como
todos los demás, lo tengo en la cabeza y lo reviso periódicamente. Por
ejemplo, voy en un taxi y recuerdo el cuento número 37. Lo reviso
completo y me doy cuenta que se me ha ocurrido un episodio..., que las
rosas que tengo previsto no son rosas sino violetas. Ese cambio ya se
incorporó al cuento y me lo anoto en la cabeza. Lo que me olvido es
porque no tiene para mí valor literario.
¿Por qué no los escribes cuando se te ocurren?
Si estoy escribiendo una novela no
puedo estar mezclando, no puedo sino trabajar en ese libro, aunque me
lleve más de 10 años.
¿Inconscientemente, los cuentos no se están incorporando en la novela
que estás escribiendo?
Estos cuentos están en compartimientos
completamente separados y no tienen nada que ver con el libro del
dictador. Eso me sucedió con Los funerales de la Mamá Grande.
La mala hora y El coronel no tiene quien le escriba,
porque es un bloque que prácticamente lo trabajé todo al mismo tiempo.
¿Nunca se te ha ocurrido que podrías ser actor?
Tengo una inhibición terrible frente a
las cámaras y al micrófono. En todo caso sería el autor o el director.
Has dicho en una oportunidad: “Yo soy escritor por timidez. Mi
verdadera predisposición es la de prestidigitador, pero me ofusco
tanto tratando de hacer un truco que he tenido que refugiarme en la
soledad de la literatura. En mi caso ser escritor es un hecho
descomunal porque soy muy bruto para escribir.”
Qué bueno que me leas eso. Eso de que
mi verdadera vocación es la de ser prestidigitador corresponde de
exactamente a todo lo que te he dicho. Me encantaría tener éxito en los
salones contando cuentos, como el prestidigitador lo tiene sacando
conejos de un sombrero.
¿Cuesta mucho trabajo el proceso de escribir?
Muchísimo trabajo, cada vez más.
Cuando digo que soy escritor por timidez es porque lo que debería hacer
es llenar esta sala, salir y contar el cuento, pero mi timidez no me lo
permite hacer. Todo lo que hemos hablado yo no podría hacerlo si hubiera
dos personas más en la mesa. Tengo la impresión que no controlaría la
audiencia. Entonces, lo que quiero contar, lo hago escrito, solito en mi
cuarto, y con mucho trabajo. Es un trabajo angustioso pero sensacional.
Vencer el problema de la escritura es tan emocionante y alegra tanto que
valía la pena todo el trabajo; es como un parto.
Después de tu primer contacto en 1954 con el Centro Cinematográfico
Experimental de Roma has escrito guiones y dirigido películas. ¿No te
interesa más ese medio de expresión?
No, porque el trabajo en cine me
reveló que lo que el escritor logra contar es muy poco. Inciden tantos
intereses, tantos compromisos, que al final queda muy poco de la
historia original. En cambio, yo me encierro en un cuarto y escribo
exactamente lo que me da la gana. No tengo que tener un editor que me
dice “quíteme este personaje o episodio y póngame otro”.
¿El impacto visual del cine no es mayor que el de la literatura?
Creía que sí, pero me di cuenta que el
cine se limita. Ese alcance visual es una desventaja con respecto a la
literatura. Es tan inmediato, tan contundente, que es muy difícil que el
espectador vaya más allá. En literatura uno puede llegar mucho más lejos
y dar al mismo tiempo un impacto visual, auditivo, y de toda índole.
¿No piensas que la novela va a desaparecer?
Si desaparece es porque desaparecerá
quien la escriba. Es difícil imaginar una época de la historia de la
humanidad en que se hayan leído tantas novelas como en esta. Se publican
novelas completas en todas las revistas —masculinas y femeninas—, en los
periódicos; y para los niveles casi analfabetos hay las dibujadas que
son la apoteosis de la novela. Lo que podríamos empezar a discutir es
sobre la calidad de las novelas que se están leyendo, pero eso ya no
tiene nada que ver con el público lector, sino con el nivel cultural que
el estado le ha dado. Volviendo al fenómeno de
Cien años de soledad —que no quiero saber a qué se debe, ni
quiero analizarlo, ni que me lo analicen por ahora— sé de lectores
—gente sin preparación intelectual— que han pasado del “comic” a ese
libro y lo han leído con el mismo interés que las otras cosas que le
presentan porque lo menosprecian intelectualmente. Son los editores que,
pensando en un público de cierto nivel, publican cosas de muy baja
calidad literaria, y lo curioso es que ese nivel también consume libros
como Cien años de soledad. Por eso pienso que hay un auge de
lectores de novela. Se leen novelas en todas partes, a todas horas, en
todo el mundo. El cuento contado seguirá interesando siempre. El hombre
llega a su casa y se pasa contando a su mujer lo que le pasó, o lo que
no le pasó, para que su mujer le crea.
En la entrevista de Luis Harss (Los nuestros) dices: “Tengo
ideas políticas firmes..., pero mis ideas literarias cambian con la
digestión”. "Hoy, a las 8 de la mañana, ¿cuáles son tus ideas
literarias?
Yo he dicho que quien no se contradice
es un dogmático y todo dogmático es un reaccionario. Yo me contradigo a
cada minuto y particularmente en materia literaria. Por mi método de
trabajo no podría llegar al punto de la creación literaria sin
contradecirme, rectificarme y equivocarme permanentemente. Si no fuese
así estaría escribiendo siempre el mismo libro. No tengo una receta.
¿Tienes un método para escribir la novela?
No siempre el mismo, tampoco para
buscarla. El hecho de escribirla es lo menos problemático e importante. Es
conseguir armarla y tenerla resuelta de acuerdo a como la veo.
¿Podrías discernir si es análisis, experiencia o imaginación lo que
determina ese proceso?
Si tratara de hacer ese análisis creo
que perdería mucha espontaneidad. Cuando quiero escribir algo es porque
siento que eso merece ser contado. Más aún, cuando escribo un cuento es
porque a mí me gustaría leerlo. Lo que pasa es que me siento a contarme un
cuento. Ese es mi sistema de escribir, pero si es más intuición,
experiencia o análisis, tal vez tenga una sospecha de cómo es, pero evito
profundizar mucho en esto porque siempre trato —ya sea por mi personalidad
y por mi sistema de escribir— de defenderme de la mecanización de mi
trabajo.
¿Cuál es el punto de partida de las novelas?
Una imagen que es totalmente visual.
Imagino que hay escritores que empiezan con una frase, una idea o un
concepto. Yo sólo parto de una imagen. El punto de partida de
La hojarasca es un viejo que lleva a su nieto a un entierro;
El coronel no tiene quien le escriba, un viejo esperando; el de
Cien años, un viejo que lleva a su nieto a un circo para conocer el
hielo.
Todas empiezan con un viejo...
La imagen protectora de mi infancia era
un viejo; mi abuelo. A mí no me criaron mis padres, ellos me dejaron en
casa de mis abuelos. Mi abuela me contaba cuentos y mi abuelo me llevaba a
ver cosas. Entre eso se fue haciendo mi mundo. Ahora me doy cuenta que
siempre veo la imagen de mi abuelo mostrándome cosas.
¿Cómo se desarrolla esa primera imagen?
La dejo cocinando..., no es un proceso
muy consciente. Todos mis libros los he pensado por muchos años.
Cien años por 15 o 17 años, y el que estoy escribiendo lo empecé a
pensar hace mucho tiempo.
¿Cuánto tiempo lleva escribirlos?
Es más bien rápido. En menos de dos años
—que creo es buen tiempo— escribí Cien años de soledad. Antes
escribía siempre cansado, en las horas libres que me dejaba otro trabajo.
Ahora, ya que no tengo la presión económica y no tengo nada más que hacer
que escribir, quiero darme el lujo de hacerlo cuando quiero, por impulsos.
El libro del viejo dictador que vive 250 años lo estoy trabajando de otro
modo, dejándolo para ver por dónde se va él solo.
¿Corriges mucho lo que escribes?
He ido cambiando. Mis primeras cosas las
escribía de un solo tirón y después corregía mucho sobre el papel, sacaba
copias, volvía a corregir. Ahora me queda algo que creo es un vicio. Voy
corrigiendo línea por línea a medida que voy trabajando, de manera que
cuando termino una hoja ya está casi lista para el editor. Si tiene una
mancha o una equivocación ya no me gusta.
No puedo creer que seas tan ordenado...
¡Terriblemente! No puedes imaginar la
limpieza de esas hojas. Además, tengo máquina de escribir eléctrica. En lo
único que soy ordenado es en el trabajo, pero es un problema casi
sentimental. La hoja que acabo de terminar está tan bonita, tan limpia,
que da lástima dañarla con una corrección. Pero, dentro de una semana ya
no la quiero mucho —la que quiero es la que estoy trabajando— y entonces
puedo corregirla.
¿Y las galeradas?
En las de Cien años cambié
solamente una palabra, aunque Paco Porrúa, director literario de
Sudamericana, me dijo que cambiara todo lo que quisiera. Creo que lo ideal
sería escribir un libro, imprimirlo y después corregirlo. Cuando uno manda
algo a la imprenta y después lo lee impreso es como si hubiese dado un paso
adelante o atrás, que es importantísimo.
¿Lees los libros una vez publicados?
Cuando llega el primer ejemplar cancelo
todo lo que tenga que hacer y me siento —pero inmediatamente— a leerlo todo.
Ya es otro libro distinto del que conozco porque se ha establecido una
distancia entre el autor y el libro. Esa es la primera vez que lo leo como
lector. Esas letras que están ahí va no son las de mi máquina de escribir,
no son mis palabras, son otras que andan en otro mundo y que no me
pertenecen. Después de esa primera lectura no he vuelto a leer jamás
Cien años de soledad.
¿Cómo y cuándo determinas el título?
El libro encuentra su título tarde o
temprano. Es algo a lo que no le doy mucha importancia.
¿Comentas con tus amigos lo que estás escribiendo?
Cuando cuento algo es porque no estoy muy
seguro de eso y generalmente no queda en la novela. Siento, por la reacción
del que está escuchando —no sé por qué raro conducto eléctrico— si va a
funcionar o no. Aunque sinceramente me diga “estupendo, sensacional”, hay
algo en sus ojos que me está diciendo que eso no sirve. En la época en que
estoy trabajando en una novela les doy a mis amigos unas tabarras que no te
imaginas. Tienen que aguantarse todo eso y después se llevan una sorpresa
cuando leen el libro —como los que estuvieron conmigo mientras escribía
Cien años— porque no encuentran ninguno de los episodios que les
conté. Les había hablado del material de desecho.
¿Piensas en el lector?
En cuatro o cinco personas determinadas,
que es el público que yo me nombro cuando estoy escribiendo. Pensando en lo
que pueda gustarles o molestarles voy poniendo o sacando cosas y así voy
armando el libro.
¿Acostumbras guardar el material que se ha ido acumulando en la
preparación?
No guardo nada. Cuando la editorial me
comunicó que recibió mi primer manuscrito de Cien años de soledad,
Mercedes me ayudó a tirar un cajón con notas de trabajo, gráficos dibujos,
memorándums. Lo tiré, no sólo para que no se sepa cómo está hecho el libro
(eso es absolutamente privado) sino porque ese material se vende. Venderlo
es como vender mi alma y no voy a permitir a nadie, ni siquiera a mis hijos,
que lo hagan.
¿De lo que has escrito qué es lo que más prefieres?
La hojarasca, el primer libro que
escribí. Creo que de ahí parte mucho de lo que hice después. Es el más
espontáneo, el que está escrito con más dificultades, con menos recursos
técnicos. Sabía entonces menos astucias, menos porquerías de escritor. Es un
libro que lo encuentro bastante torpe, bastante indefenso, pero
completamente espontáneo y de una sinceridad tan bruta que ya no la tienen
los demás. Yo sé hasta qué punto La hojarasca sale de las tripas al
papel. Los demás también salen de las tripas, pero ya hay un aprendizaje...,
se los elabora, se los cocina, se les echa sal y pimienta.
¿Cuáles son las influencias de las que eres consciente?
El concepto de influencia es un problema
para los críticos. Yo no lo tengo muy claro, no sé exactamente lo que
quieren decir. Considero que influencia fundamental en mi literatura es
La metamorfosis de Kafka, aunque no sé si los críticos al analizar mi
obra encuentran una influencia directa incorporada en los libros. Yo
recuerdo el momento en que compré el libro y cómo a medida que lo iba
leyendo me iban dando muchos deseos de escribir. De esa época —por el año
1946, cuando terminé el bachillerato— vienen mis primeros cuentos.
Probablemente una vez que le diga esto al crítico —ellos no tienen un
detector, necesitan que el propio autor le dé ciertos elementos— encuentre
la influencia. Pero, ¿qué clase de influencia? Me hizo dar ganas de
escribir. Influencia decisiva, y eso talvez se note más, es
Edipo rey. Es una estructura perfecta donde el investigador descubre
que él mismo es el asesino; una apoteosis de perfección técnica. La de
Faulkner lo han dicho todos los críticos. Yo lo acepto, pero no como lo
creen ellos, que lo ven como un autor que lee a Faulkner, lo asimila, se
siente impresionado y consciente o inconscientemente, trata de escribir como
él. Eso es más o menos lo que yo entiendo, rudimentariamente, como una
influencia. La que yo reconozco de Faulkner es completamente distinta. Nací
en Aracataca, región bananera donde estaba la United Fruit Company. Es en
esa región en la que la Fruit Company construye pueblos, hospitales, sanea
ciertas zonas; donde me crío y tengo mis primeras experiencias. De pronto,
muchos años después, leo a Faulkner y encuentro cómo todo ese mundo —el de
la gente del Sur de los Estados Unidos del que él habla— se parece al mundo
mío, que está hecho por la misma gente. Además, cuando después viajo por el
Sur de los Estados Unidos compruebo —en esos caminos polvorientos y
calurosos, en la misma vegetación, en los árboles, en las mansiones— la
analogía de los dos mundos. No hay que olvidar que Faulkner de algún modo es
un autor latinoamericano. Su mundo es el del Golfo de México. Lo que yo he
encontrado son afinidades de experiencias, que no son tan disparatadas, como
podría parecer a primera vista. Bueno, ese tipo de influencia, por supuesto
que sí, pero es muy distinta a la que señalan los críticos.
Otros hablan de Borges, Carpentier, y creen ver la misma línea telúrica y
mitológica de Rómulo Gallegos, Evaristo Carrera Campos, Asturias...
Que siga o no la misma línea telúrica...,
no sé. Es el mismo mundo, la misma América Latina, ¿verdad? Borges y
Carpentier, no. Los leí cuando estaba bastante adelantado escribiendo. Es
decir, lo que he escrito lo hubiera hecho de todas maneras sin Borges y sin
Carpentier, pero no sin Faulkner, o lo hubiera escrito de otro modo si no lo
hubiera leído. Creo también que a partir de un cierto momento he recorrido
un camino en el que, buscando mi propio lenguaje, purificando el trabajo, he
tratado de eliminar la influencia de Faulkner, que la hay mucho en
La hojarasca, pero ya no en Cien años de soledad. No me gusta,
además, hacer esta clase de análisis. Mi posición es la de creador, no la de
crítico. No es mi oficio, no es mi vocación, no me siento fuerte.
¿Qué libros lees ahora?
No leo prácticamente nada, ya no me
interesa. Leo reportajes y memorias, la vida de hombres que han tenido
poder, memorias y confidencias de secretarias, aunque sean falsas— como
interés profesional para el libro que estoy haciendo. Mi problema es que soy
—y siempre he sido— muy mal lector. Donde un libro aburre, ahí lo dejo. No
leo ni por respeto, ni por devoción, ni por obligación. Cuando niño empecé a
leer Quijote, me aburrió, lo dejé por la mitad. Después lo volví a
leer y releer, pero porque me gustó, no por ser un libro obligatorio. Ese ha
sido mi método de lectura y al escribir tengo el mismo concepto. Estoy
siempre con el terror de cuál es la página en la que el lector se va a
aburrir y va a tirar el libro. Trato entonces de que no se aburra y que no
me haga lo mismo que hago a los otros. Las únicas novelas que leo ahora son
las de mis amigos porque me interesa saber que están haciendo, pero no por
un interés literario. Durante muchos años leí, devoré, muchas novelas, sobre
todo las de aventuras donde pasan muchas cosas, pero nunca tuve un método de
lectura. Como no tenía medios económicos para comprar libros leía lo que me
caía en las manos, libros que me prestaban mis amigos que eran casi todos
profesores de literatura o gentes que estaban en esto. Lo que siempre leí,
casi más que novelas, es poesía. En realidad, empecé por la poesía, aunque
no he escrito poesía en verso, y siempre trato de buscar soluciones
poéticas. Creo que mi última novela es un larguísimo poema sobre la soledad
de un dictador.
¿Te interesa la poesía concreta?
Ya perdí de vista la poesía. No sé
exactamente por dónde van, qué están haciendo, o qué quieren hacer los
poetas. Pienso que es importante que se hagan toda clase de experimentos y
que se busquen nuevos caminos de expresión, pero es muy difícil juzgar algo
en el proceso de experimentación. A mí no me interesan. Los medios de
expresión que quería tener ya los tengo resueltos y no me puedo meter ahora
en otras cosas.
Has mencionado que siempre escuchas música...
Me gusta mucho más que todas las demás
manifestaciones del arte, aún más que la literatura. Cada día que pasa la
necesito más y tengo la impresión de que actúa en mí como una droga. Cuando
viajo siempre llevo conmigo una radio portátil con auriculares y tengo el
mundo medido por los conciertos que puedo escuchar; de Madrid a San Juan de
Puerto Rico se oyen exactamente las Nueve Sinfonías de Beethoven. Recuerdo
que viajando con Vargas Llosa en tren por Alemania —un día de mucho calor y
que estaba de muy mal humor—, en un momento, tal vez inconsciente, me aislé
para escuchar música. Mario me dijo después: “es increíble, te ha cambiado
el humor, te has tranquilizado.” En Barcelona, donde tengo la oportunidad de
tener un equipo completo, me ha pasado, en días en que estaba muy deprimido,
de escuchar música desde las dos de la tarde hasta las cuatro de la mañana
sin moverme. Mi pasión por la música es como un vicio secreto del que casi
nunca hablo. Forma parte de lo más profundo de mi vida privada. Yo, que no
tengo ningún apego a los objetos —los muebles y cosas de la casa no los
considero míos sino de mi mujer y de mis hijos—, lo único que quiero son los
aparatos de música. La máquina de escribir la necesito, pero por mí la
tiraría. Tampoco tengo biblioteca. Libro leído lo tiro, lo voy dejando por
todas partes.
Volviendo a esa declaración donde dices: “tengo ideas políticas firmes”.
¿Cuáles son esas ideas políticas?
Creo que el mundo debe ser socialista, va
a serlo, y tenemos que ayudar para que lo sea lo más pronto posible. Pero
estoy muy desilusionado con el socialismo de la Unión Soviética. Ellos
llegaron a esa forma del socialismo por experiencias y condiciones
particulares y tratan de imponer a otros países su propia burocratización,
autoritarismo y falta de visión histórica. Eso no es socialismo y es el gran
problema de este momento.
Con motivo del encarcelamiento y “confesión” firmada del poeta cubano
Heberto Padilla, intelectuales internacionales —que siempre habían apoyado
la Revolución Cubana— enviaron, en un mes, dos cartas de protesta a
Castro. Después de la primera carta —que tú también firmaste—, Castro, en
su discurso del 1 de mayo, dijo que se trataba de “intelectuales
seudorrevolucionarios que desde los salones de París tratan de juzgar la
revolución”, y que “la revolución no necesita el apoyo de burgueses
traficantes de intrigas”. Según comentaron las agencias internacionales
eso indicaba una ruptura de los intelectuales con el régimen cubano. ¿Cuál
es tu posición?
Cuando todo eso salió a la luz, las
agencias internacionales y los periódicos colombianos, naturalmente,
empezaron a presionarme para que diera mi opinión, porque de alguna manera
yo estaba metido en eso. No quise hacerlo hasta no tener una información
completa y poder leer las versiones taquigráficas de los discursos. No podía
opinar en materia tan grave en base a los montajes de las agencias
informativas. Además, yo ya sabía en ese momento que venía a la Universidad
de Columbia a recibir el Doctorado en Letras. Eso se prestaba a que
quien no estuviese en antecedentes de que se trataba de una decisión
anterior pensara en que venía a los Estados Unidos porque había roto con
Castro. Por eso hice una declaración a la prensa, para que quedara
completamente clara mi posición con respecto a Castro, al doctorado y a mi
venida a los Estados Unidos después de 12 años que se me niega la visa.
(Recopilación de las declaraciones de García Márquez a la prensa de
Colombia, 29 de mayo de 1971.)
“... La Universidad de Columbia no es el gobierno de los Estados Unidos,
y es en cambio un reducto del inconformismo, de la honradez intelectual y
de los tiradores de piedras que han de aniquilar el sistema decrépito de
su país. Yo entiendo que esta distinción se me otorga, primordialmente,
por ser escritor, pero quienes me la otorgan no ignoran que soy un enemigo
infinito del orden imperante en los Estados Unidos... Es bueno que se sepa
que estas decisiones sólo las consulto con mis amigos, y en especial con
los choferes de taxis de Barranquilla, que son los campeones del sentido
común... El conflicto de un grupo de escritores latinoamericanos con Fidel
Castro es un triunfo efímero de las agencias de prensa. Tengo aquí los
documentos relacionados con el asunto, inclusive la versión taquigráfica
del discurso de Fidel Castro, y aunque en efecto hay algunos párrafos muy
severos, ninguno de ellos se presta a las interpretaciones siniestras que
les dieron las agencias internacionales. Por cierto que se trata de un
discurso en el que Fidel Castre hace planteamientos fundamentales en
materia cultural, pero los corresponsales extranjeros no dijeron nada de
eso, sino que escogieron con pinzas y ordenaron como les dio la gana
algunas frases sueltas, para que pareciera que Fidel Castro decía lo que
en realidad no había dicho... Yo no firmé la carta de protesta porque no
era partidario de que la mandaran. En realidad, yo creo que esos mensajes
públicos son inútiles para los fines que uno se propone, y en cambio muy
útiles para la propaganda enemiga... Sin embargo, en ningún momento pondré
en duda la honradez intelectual y la vocación revolucionaria de quienes
firmaron la carta, entre los cuales se encuentran algunos de mis mejores
amigos... Cuando los escritores queremos hacer política, en realidad no
hacemos política sino moral, y esos dos términos no son siempre
compatibles. Los políticos, a su vez, se resisten a que los escritores nos
metamos en sus asuntos, y por lo general nos aceptan cuando les somos
favorables, pero nos rechazan cuando les somos adversos. Pero esto no es
una catástrofe. Al contrario, es una contradicción dialéctica muy útil,
muy positiva, que ha de continuar hasta el fin de los hombres, aunque los
políticos se mueran de rabia y aunque a los escritores les cueste el
pellejo... El único asunto que queda pendiente es el del poeta Heberto
Padilla. Yo, personalmente, no logro convencerme de la espontaneidad y la
sinceridad de la autocrítica de Padilla. No entiendo cómo es posible que
en tantos años de contacto con la experiencia cubana, viviendo el drama
cotidiano de la revolución, un hombre como Heberto Padilla no hubiera
tomado la conciencia que tomó en la cárcel de la noche a la mañana. El
tono de su autocrítica es tan exagerado, tan abyecto, que parece obtenido
por métodos ignominiosos. Yo no sé si de veras Heberto Padilla le está
haciendo daño a la revolución con su actitud, pero su autocrítica sí se lo
está haciendo, y muy grande. La prueba de ello está en el despliegue que
la prensa enemiga de Cuba le ha dado al texto divulgado por Prensa
Latina... Si de veras hay un germen de stalinismo en Cuba lo vamos a saber
muy pronto, porque lo va a decir el propio Fidel Castro... En 1961 hubo
una tentaiva de imponer métodos stalinistas, y el propio Fidel Castro lo
denunció en público y lo extirpó en su embrión. No hay ningún motivo para
pensar que ahora no ocurriría lo mismo, porque la vitalidad de la
Revolución Cubana, su buena salud, no pueden haber disminuido desde
entonces... Por supuesto que no rompo [con la Revolución Cubana]. Más aún:
de los escritores que protestaron por el caso Padilla, ninguno ha roto con
la Revolución Cubana, hasta donde yo sé. El propio Mario Vargas Llosa hizo
esa advertencia en una declaración posterior a su famosa carta, pero los
periódicos la relegaron al rincón de las noticias invisibles. No: la
Revolución Cubana es un acontecimiento histórico fundamental en la América
Latina y en el mundo entero, y nuestra solidaridad con ella no puede
afectarse por un tropiezo en la política cultural, aunque ese tropiezo sea
tan grande y tan grave como la sospechosa autocrítica de Heberto
Padilla...”
¿Se están cumpliendo con la Revolución Cubana las aspiraciones de tos
intelectuales?
Lo que creo que es muy grave es que los
intelectuales tenemos la tendencia a protestar y a reaccionar exclusivamente
cuando nos afecta a nosotros, pero no hacemos nada si le pasa lo mismo a un
pescador o a un cura. Lo que hay que hacer es ver el fenómeno integral de la
revolución, ver cómo los aspectos positivos pesan, infinitamente, sobre los
negativos. Claro, esas manifestaciones como las del caso Padilla son
peligrosísimas, pero son obstáculos que creo no serán difíciles de eliminar.
Si no se puede sería doloroso porque todo lo que han hecho —en
alfabetización; educación, independencia económica— es irreversible y durará
mucho más que Padilla y Fidel. Esa es mi posición y de ahí no me muevo. No
estoy dispuesto a echar a la basura una revolución cada diez años.
¿Estás de acuerdo con el socialismo del Frente Popular Chileno?
Yo ambiciono que toda la América Latina
sea socialista, pero ahora la gente está muy ilusionada con un socialismo
pacífico, dentro de la constitución. Todo eso me parece muy bonito
electoralmente, pero creo que es totalmente utópico. Chile está abocado a un
proceso violento muy dramático. Si bien el Frente Popular va avanzando —con
inteligencia y mucho tacto, a pasos bastante rápidos y firmes— llegará un
momento en que encontrará un muro que se le opone seriamente. Los Estados
Unidos por ahora no están interfiriendo, pero no van a cruzarse de brazos.
No van a aceptar de verdad que sea un país socialista. No lo van a permitir,
no nos hagamos ilusiones.
¿Es que sólo ves la solución en la violencia?
No es que yo la vea como una solución,
pero creo que ese muro, en un momento, sólo se podrá franquear con
violencia. Desgraciadamente creo que es inevitable, que será así. Pienso que
lo que está sucediendo en Chile es muy bueno como reforma, pero no como
revolución.
Refiriéndote a la penetración cultural imperialista, has dicho en la
entrevista a Jean-Michel Fossey, que los Estados Unidos tratan de atraer a
los intelectuales dando becas y creando organismos donde se hace mucha
propaganda.
Creo, pero a fondo a fondo, en el poder
corruptor del dinero. Si a un escritor, sobre todo en sus comienzos, se le
da una beca o una subvención —ya venga de los Estados Unidos, de la Unión
Soviética o de Marte— de alguna manera lo compromete. Por gratitud, o
inclusive para demostrarse que no lo han comprometido, esa ayuda está
afectando su trabajo. En los países socialistas todavía es mucho más grave
porque se supone que el escritor es un trabajador del Estado. Ese ya es el
mayor compromiso de su independencia. Si escribe lo que quiere, o lo que
siente, corre el riesgo de que un funcionario (seguramente un escritor
fracasado) decida si eso se puede publicar. Por eso pienso que mientras el
escritor no pueda vivir de sus libros debe hacerlo de trabajos marginales.
En mi caso ha sido el periodismo y la publicidad, pero nunca nadie me pagó
para escribir.
Tampoco aceptaste el cargo de cónsul de Colombia en Barcelona.
Siempre me negué a ser funcionario
público, pero ese puesto lo rechacé porque no quiero representar ningún
gobierno. Creo haber dicho en una entrevista que a la América Latina le
basta con un Miguel Ángel Asturias.
¿Por qué dices eso?
Su conducta personal es un mal ejemplo. Es
Premio Nobel, Premio Lenin, y se va a París de embajador de un gobierno
reaccionario como es el de Guatemala. Un gobierno que está peleando contra
guerrillas que representan todo lo que él dijo representar durante toda su
vida. Creo que ese paso de reconciliación con el gobierno fue para conseguir
el Premio Nobel. Al aceptar la embajada de un gobierno reaccionario, el
imperialismo ya no lo ataca porque es juicioso, y la Unión Soviética tampoco
porque es Premio Lenin. Se me ha preguntado últimamente qué opino de que
Neruda sea embajador. Yo no he dicho que el escritor no debe ser embajador
—aunque yo nunca lo seré—, pero no es lo mismo representar al gobierno de
Guatemala que al Frente Popular chileno.
Ya te habrán preguntado muchas veces cómo es que vives en España, un país
con esa dictadura.
Si yo tuviera que estar de acuerdo con los
regímenes de los países en que vivo, ya casi no me quedaría ninguno donde
vivir. Por fortuna, un país es mucho más que su gobierno. España, bajo
cualquier régimen, ha sido y seguirá siendo siempre uno de los países más
apasionantes del mundo. Además, yo creo si un escritor tiene que escoger
para vivir entre el cielo y el infierno, escogerá el infierno: hay mucho más
material literario.
También hay infierno —y dictadores— en América Latina.
Es bueno que aclare esto. Yo tengo 43 años
y he pasado tres en España, uno en Roma, dos o tres en París, siete u ocho
en México y el resto en Colombia. No he dejado de vivir en una ciudad para
irme a otra. Es peor que todo eso. No vivo en ninguna parte, lo que ya es un
poco angustioso. Además, no estoy de acuerdo con esa idea que ha surgido
—tan comentada últimamente— de que los escritores viven en Europa para darse
la gran vida. No es así. Uno no anda buscando eso, el que la quiere la
encuentra en cualquier parte, y muchas veces se vive muy difícilmente. Pero
no me cabe la menor duda de que es muy importante para un escritor
latinoamericano tener en determinado momento la perspectiva de la América
Latina desde Europa. Para mí el ideal sería poder ir y venir, pero 1) es muy
caro y 2) tengo la limitación del avión que me molesta mucho..., aunque vivo
metido en los aviones. La verdad es que en este momento me da lo mismo vivir
en cualquier parte. Siempre encuentro gente que me interesa, ya sea en
Barranquilla, Roma, París o Barcelona.
¿Por qué no Nueva York?
A Nueva York se debe la limitación de mi
visa. Viví en esta ciudad en 1960 como corresponsal de Prensa Latina, y
aunque no hice nada fuera de ser corresponsal —recoger información y
mandarla— cuando salí para ir a México me retiraron la tarjeta de residente
y me pusieron en el “black book”. Cada dos o tres años la he vuelto a pedir,
pero siguieron negándomela automáticamente. Ahora me han dado la visa
múltiple. Creo que era más bien un problema burocrático. Nueva York, como
ciudad, es el gran fenómeno del siglo XX, y por eso termina por ser una
limitación en la vida de uno no poder venir, aunque sea por una semana,
todos los años, pero no creo que tenga nervios para vivir en ella porque me
resulta abrumadora. Los Estados Unidos es un país extraordinario, porque un
pueblo que hace semejante aparato como es esto y como es el resto del país
—que no tiene nada que ver con el sistema y con el gobierno— puede hacerlo
todo. Creo que son los que harán una revolución socialista grande, y buena,
además.
¿Qué puedes comentar sobre el título que te ha otorgado la Universidad de
Columbia?
No logro convencerme... Lo que me tiene
absolutamente perplejo y me desconcierta no es ni el honor ni el homenaje
—si bien esas cosas puedan ser ciertas— sino que una universidad como
Columbia decida escogerme a mí entre 12 hombres del mundo entero. Lo último
que esperaba en este mundo era un doctorado en letras. Mi camino ha sido
siempre antiacadémico (no me gradué de la universidad de derecho para no ser
doctor) y de pronto me encuentro en la mata de la academia. Pero es algo que
no se parece en nada a mí, está fuera de mi camino. Es como si le dieran el
Premio Nobel a un torero. Mi primer impulso fue no aceptarlo, pero
prácticamente tuve un plebiscito de amigos y nadie podía entender por qué
motivos iba a rechazarlo. Podría haber expuesto motivos políticos, pero no
hubieran sido reales porque todos sabemos, y lo escuchamos en los discursos,
que no es el imperialismo el sistema imperante en la universidad. El
aceptarlo no constituía entonces un compromiso político con los Estados
Unidos y no había ni para qué hablarlo. Era más bien una cuestión moral. Yo
continuamente reacciono contra las solemnidades —soy del país más solemne
del mundo— y me preguntaba: “¿Qué hago yo en una academia de letrados con
toga y birrete?” A insistencia de mis amigos acepté el título
doctor honoris causa y ahora me alegra muchísimo, no sólo el haberlo
aceptado, sino que además sea para mi país, y para la América Latina. Todo
ese patriotismo que uno dice no importarle llega un momento en que sí tiene
importancia. En estos últimos días, y más aún durante la ceremonia, pensaba
en las cosas raras que me suceden. Llegó un momento en que pensé que así
debe ser la muerte. . ., es algo que sucede cuando uno menos lo espera, algo
que no tiene nada que ver con uno. En este momento también me han ofrecido
hacer una edición de mis obras completas, pero me niego rotundamente a eso
mientras viva porque siempre me ha parecido un homenaje póstumo. En la
ceremonia tenía la misma sensación, que esas cosas le suceden a uno después
de muerto. El tipo de reconocimiento que yo he querido y que aprecio es el
de la gente que me lee y que me habla de mis libros, pero no con admiración
o fervor, sino con cariño. De la ceremonia er la universidad lo que
realmente me llegó, y no te imaginas en qué forma, fue cuando en la
procesión de regreso, los latinoamericanos que prácticamente habían tomado
el campus, muy discretamente salieron al camino y me decían: “Arriba la
América Latina.” “Adelante, América Latina.” “Empuja la América Latina.” En
ese momento, por primera vez, me conmoví y me alegré de haber aceptado.
LAS ENTREVISTAS
Las entrevistas en forma de libro, realizadas a partir de 1968, fueron
publicadas en inglés en 1973 bajo el título “Seven Voices” (“Siete voces”,
en español).
Los entrevistados fueron:
Pablo Neruda
Jorge Luis Borges
Miguel Ángel Asturias
Octavio Paz
Julio Cortázar
Gabriel García Márquez
Guillermo Cabrera Infante
El Premio Nobel de Literatura fue otorgado a Pablo Neruda en 1971, a Miguel
Ángel Asturias en 1967, a Octavio Paz en 1990 y a Gabriel García Márquez en
1982.
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