jueves, 14 de diciembre de 2023

EL TIEMPO

Por Mario Vargas Llosa
Carta VI, del libro “Cartas a un joven novelista”

Querido amigo:

Celebro que estas reflexiones sobre la estructura novelesca le descubran algunas pistas para adentrarse, como un espeleólogo en los secretos de una montaña, en las entrañas de la ficción. Le propongo ahora que, luego de haber echado un vistazo a las características del narrador en relación con el espacio novelesco (lo que, con un lenguaje antipáticamente académico llamé el punto de vista espacial en la novela), examinemos ahora el tiempo, aspecto no menos importante de la forma narrativa y de cuyo tratamiento depende, ni más ni menos que del espacio, el poder persuasivo de una historia.

También sobre este asunto conviene, de entrada, despejar algunos prejuicios, no por antiguos menos falsos, para entender qué es y cómo es una novela.

Me refiero a la ingenua asimilación que suele hacerse entre el tiempo real (que llamaremos, desafiando el pleonasmo, el tiempo cronológico dentro del cual vivimos inmersos lectores y autores de novelas) y el tiempo de la ficción que leemos, un tiempo o transcurrir esencialmente distinto del real, un tiempo tan inventado como lo son el narrador y los personajes de las ficciones atrapados en él. Al igual que en el punto de vista espacial, en el punto de vista temporal que encontramos en toda novela el autor ha volcado una fuerte dosis de creatividad y de imaginación, aunque, en muchísimos casos, no haya sido consciente de ello. Como el narrador, como el espacio, el tiempo en que transcurren las novelas es también una ficción, una de las maneras de que se vale el novelista para emancipar a su creación del mundo real y dotarla de esa (aparente) autonomía de la que, repito, depende su poder de persuasión.

Aunque el tema del tiempo, que ha fascinado a tantos pensadores y creadores (Borges entre ellos, que fantaseó muchos textos sobre él), ha dado origen a múltiples teorías, diferentes y divergentes, todos, creo, podemos ponernos de acuerdo por lo menos en esta simple distinción: hay un tiempo cronológico y un tiempo psicológico. Aquél existe objetivamente, con independencia de nuestra subjetividad, y es el que medimos por el movimiento de los astros en el espacio y las distintas posiciones que ocupan entre sí los planetas, ese tiempo que nos roe desde que nacemos hasta que desaparecemos y preside la fatídica curva de la vida de todo lo existente. Pero, hay también un tiempo psicológico, del que somos conscientes en función de lo que hacemos o dejamos de hacer y que gravita de manera muy distinta en nuestras emociones. Ese tiempo pasa de prisa cuando gozamos y estamos inmersos en experiencias intensas y exaltantes, que nos embelesan, distraen y absorben. En cambio, se alarga y parece infinito —los segundos, minutos; los minutos, horas— cuando esperamos o sufrimos y nuestra circunstancia o situación particular (la soledad, la espera, la catástrofe que nos rodea, la expectativa por algo que debe o no ocurrir) nos da una conciencia aguda de ese transcurrir que, precisamente porque quisiéramos que se acelerara, parece atrancarse, rezagarse y pararse.

Me atrevo a asegurarle que es una ley sin excepciones (otra de las poquísimas en el mundo de la ficción) que el de las novelas es un tiempo construido a partir del tiempo psicológico, no del cronológico, un tiempo subjetivo al que la artesanía del novelista (del buen novelista) da apariencia de objetividad, consiguiendo de este modo que su novela tome distancia y se diferencie del mundo real (obligación de toda ficción que quiere vivir por cuenta propia).

Quizás esto quede más claro con un ejemplo. ¿Ha leído usted ese maravilloso relato de Ambrose Bierce, «Un suceso en el puente del riachuelo del Búho» («An occurrence at Owl Creek Bridge»)? Durante la guerra civil norteamericana, un hacendado sureño, Peyton Farquhar, que intentó sabotear un ferrocarril, va a ser ahorcado, desde un puente. El relato comienza cuando la soga se ajusta sobre el cuello de ese pobre hombre al que rodea un pelotón de soldados encargados de su ejecución. Pero, al darse la orden que pondrá fin a su vida, se rompe la soga y el condenado cae al río. Nadando, gana la ribera, y consigue escapar ileso de las balas que le disparan los soldados desde el puente y las orillas. El narrador-omnisciente narra desde muy cerca de la conciencia en movimiento de Peyton Farquar, al que vemos huir por el bosque, perseguido, rememorando episodios de su pasado y acercándose a aquella casa donde vive y lo espera la mujer que ama, y donde siente que, cuando llegue, burlando a sus perseguidores, estará a salvo. La narración es angustiante, como su azarosa fuga. La casa está allí, a la vista, y el perseguido divisa por fin, apenas cruza el umbral, la silueta de su esposa. En el momento de abrazarla, se cierra sobre el cuello del condenado la soga que había comenzado a cerrarse al principio del cuento, uno o dos segundos atrás. Todo aquello ha ocurrido en un rapto brevísimo, ha sido una instantánea visión efímera que la narración ha dilatado, creando un tiempo aparte, propio, de palabras, distinto del real (que consta apenas de un segundo, el tiempo de la acción objetiva de la historia). ¿No es evidente en este ejemplo la manera como la ficción construye su propio tiempo, a partir del tiempo psicológico? 

Una variante de este mismo tema es otro cuento famoso de Borges, «El milagro secreto», en el que, en el momento de la ejecución del escritor y poeta checo Jaromir Hladik, Dios le concede un año de vida para que —mentalmente— termine el drama en verso Los enemigos que ha planeado escribir toda su vida. El año, en el que él consigue completar esa obra ambiciosa en la intimidad de su conciencia, transcurre entre la orden de «fuego» dictada por el jefe del batallón de ejecución y el impacto de las balas que pulverizan al fusilado, es decir en apenas un fragmento de segundo, un periodo infinitesimal. Todas las ficciones (y, sobre todo, las buenas) tienen su propio tiempo, un sistema temporal que les es privativo, diferente del tiempo real en que vivimos los lectores. Para deslindar las propiedades originales del tiempo novelesco, el primer paso, como en lo relativo al espacio, es averiguar en esa novela concreta el punto de vista temporal, que no debe confundirse nunca con el espacial, aunque, en la práctica, ambos se hallen visceralmente unidos. 

Como no hay manera de librarse de las definiciones (estoy seguro de que a usted le molestan tanto como a mí, pues las siente írritas al universo impredecible de la literatura) aventuremos ésta: el punto de vista temporal es la relación que existe en toda novela entre el tiempo del narrador y el tiempo de lo narrado. Como en el punto de vista espacial, las posibilidades por las que puede optar el novelista son sólo tres (aunque las variantes en cada uno de estos casos sean numerosas) y están determinadas por el tiempo verbal desde el cual el narrador narra la historia:

    a) el tiempo del narrador y el tiempo de lo narrado pueden coincidir, ser uno solo. En este caso, el narrador narra desde el presente gramatical;
    b) el narrador puede narrar desde un pasado hechos que ocurren en el presente o en el futuro. Y, por último
    c) el narrador puede situarse en el presente o en el futuro para narrar hechos que han ocurrido en el pasado (mediato o inmediato).

Aunque estas distinciones, formuladas en abstracto, puedan parecer un poco enrevesadas, en la práctica son bastante obvias y de captación inmediata, una vez que nos detenemos a observar en qué tiempo verbal se ha instalado el narrador para contar la historia.

Tomemos como ejemplo, no una novela, sino un cuento, acaso el más corto (y uno de los mejores) del mundo. «El dinosaurio», del guatemalteco Augusto Monterroso, consta de una sola frase:
«Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí».

Perfecto relato, ¿no es cierto? Con un poder de persuasión imparable, por su concisión, efectismo, color, capacidad sugestiva y limpia factura. Reprimiendo en nosotros todas las riquísimas otras lecturas posibles de esta mínima joya narrativa, concentrémonos en su punto de vista temporal. ¿En qué tiempo se halla lo narrado? En un pretérito indefinido: «despertó». El narrador está situado, pues, en el futuro, para narrar un hecho que ocurre ¿cuándo? ¿En el pasado mediato o inmediato en relación a ese futuro en que está el narrador? En el pasado mediato. ¿Cómo sé que el tiempo de lo narrado en un pasado mediato y no inmediato, en relación con el tiempo del narrador? Porque entre aquellos dos tiempos hay un abismo infranqueable, un hiato temporal, una puerta cerrada que ha abolido todo vínculo o relación de continuidad entre ambos. Esa es la característica determinante del tiempo verbal que emplea el narrador: confinar la acción en un pasado (pretérito indefinido) cortado, escindido del tiempo en que él se encuentra. La acción de «El dinosaurio» ocurre pues en un pasado mediato respecto del tiempo del narrador; es decir, el punto de vista temporal es el caso c y, dentro de este, una de sus posibles variantes:

    — tiempo futuro (el del narrador)
    — tiempo pasado mediato (lo narrado)

¿Cuál hubiera tenido que ser el tiempo verbal utilizado por el narrador para que su tiempo correspondiera a un pasado inmediato de ese futuro en que se halla el narrador? Este (y que Augusto Monterroso me perdone por estas manipulaciones de su hermoso texto):
«Cuando ha despertado, el dinosaurio todavía está ahí».

El pretérito perfecto (el tiempo preferido de Azorín, dicho sea de paso, en el que están contadas casi todas sus novelas) tiene la virtud de relatar acciones que, aunque ocurren en el pasado, se alargan hasta tocar el presente, acciones que se demoran y parecen estar acabando de ocurrir en el momento mismo en que las relatamos. Ese pasado cercanísimo, inmediato, no está separado sin remedio del narrador como en el caso anterior («despertó»); el narrador y lo narrado se hallan en una cercanía tal que casi se tocan, algo diferente de esa otra distancia, insalvable, del pretérito indefinido, que arroja hacia un futuro autónomo el mundo del narrador, un mundo sin relación con el pasado en que sucedió la acción.

Ya tenemos claro, me parece, a través de este ejemplo, uno de los tres posibles puntos de vista temporales (en sus dos variantes) de esa relación: el de un narrador situado en el futuro que narra acciones que suceden en el pasado mediato o en el inmediato. (El caso c.)

Pasemos ahora, valiéndonos siempre de «El dinosaurio», a ejemplificar el caso primero (a), el más sencillo y evidente de los tres: aquel en que coinciden el tiempo del narrador y el de lo narrado. Este punto de vista temporal exige que el narrador narre desde un presente del indicativo:
«Despierta y el dinosaurio todavía está allí».

El narrador y lo narrado comparten el tiempo. La historia está ocurriendo a medida que el narrador nos la cuenta. La relación es muy distinta a la anterior, en la que veíamos dos tiempos diferenciados y en la que el narrador, por hallarse en un tiempo posterior al de los hechos narrados, tenía una visión temporal acabada, total, de lo que iba narrando. En el caso a, el conocimiento o perspectiva que tiene el narrador es más encogido, sólo abarca lo que va ocurriendo a medida que ocurre, es decir, a medida que lo va contando. Cuando el tiempo del narrador y el tiempo narrado se confunden gracias al presente del indicativo (como suele ocurrir en las novelas de Samuel Beckett o en las de Robbe-Grillet) la inmediatez que tiene lo narrado es máxima; mínima, cuando se narra en el pretérito indefinido y sólo mediana cuando se narra en el pretérito perfecto. 

Veamos ahora el caso b, el menos frecuente y, desde luego, el más complejo: el narrador se sitúa en un pasado para narrar hechos que no han ocurrido, que van a ocurrir, en un futuro inmediato o mediato. He aquí ejemplos de posibles variantes de este punto de vista temporal:

    a) «Despertarás y el dinosaurio todavía estará allí.»
    b) «Cuando despiertes, el dinosaurio todavía estará allí.»
    c) «Cuando hayas despertado, el dinosaurio todavía estará allí.»

Cada caso (hay otros posibles) constituye un leve matiz, establece una distancia diferente entre el tiempo del narrador y el del mundo narrado, pero el denominador común es que en todos ellos el narrador narra hechos que no han ocurrido todavía, ocurrirán cuando él haya terminado de narrarlos y sobre los cuales, por lo tanto, gravita una indeterminación esencial: no hay la misma certeza de que ocurran como cuando el narrador se coloca en un presente o futuro para narrar hechos ya ocurridos o que van ocurriendo mientras los narra. Además de impregnar de relatividad y dudosa naturaleza a lo narrado, el narrador instalado en el pretérito para narrar hechos que ocurrirán en un futuro mediato o inmediato consigue mostrarse con mayor fuerza, lucir sus poderes omnímodos en el universo de la ficción, ya que, por utilizar tiempos verbales futuros, su relato resulta una sucesión de imperativos, una secuencia de órdenes para que ocurra lo que narra. La prominencia del narrador es absoluta, abrumadora, cuando una ficción está narrada desde este punto de vista temporal. Por eso, un novelista no puede usarlo sin ser consciente de ello, es decir, si no quiere, mediante aquella incertidumbre y el exhibicionismo del poderío del narrador, contar algo que sólo contado así alcanzará poder de persuasión.

Una vez identificados los tres posibles puntos de vista temporales, con las variantes que cada uno de ellos admite, establecido que la manera de averiguarlo es consultando el tiempo gramatical desde el que narra el narrador y en el que se halla la historia narrada, es preciso añadir que es rarísimo que en una ficción haya un solo punto de vista temporal. Lo acostumbrado es que, aunque suele haber uno dominante, el narrador se desplace entre distintos puntos de vista temporales, a través de mudas (cambios del tiempo gramatical) que serán tanto más eficaces cuanto menos llamativas sean y más inadvertidas pasen al lector. Esto se consigue mediante la coherencia del sistema temporal (mudas del tiempo del narrador y/o del tiempo narrado que siguen una cierta pauta) y la necesidad de las mudas, es decir, que no parezcan caprichosas, mero alarde, sino que ellas den mayor significación —densidad, complejidad, intensidad, diversidad, relieve— a los personajes y a la historia.

Sin entrar en tecnicismos, puede decirse, sobre todo de las novelas modernas, que la historia circula en ellas en lo que respecta al tiempo como por un espacio; ya que el tiempo novelesco es algo que se alarga, se demora, se inmoviliza o echa a correr de manera vertiginosa. La historia se mueve en el tiempo de la ficción como por un territorio, va y viene por él, avanza a grandes zancadas o a pasitos menudos, dejando en blanco (aboliéndolos) grandes períodos cronológicos y retrocediendo luego a recuperar ese tiempo perdido, saltando del pasado al futuro y de éste al pasado con una libertad que nos está vedada a los seres de carne y hueso en la vida real. Ese tiempo de la ficción es pues una creación, al igual que el narrador.

Veamos algunos ejemplos de construcciones originales (o, diré, más visiblemente originales, ya que todas lo son) de tiempo novelesco. En vez de avanzar del pasado al presente, y de este al futuro, la cronología del relato de Alejo Carpentier «regreso a la semilla», avanza exactamente en la dirección contraria: al principio de la historia, su protagonista Don Marcial, marqués de Capellanías, es un anciano agonizante y desde ese momento lo vemos progresar hacia su madurez, juventud, infancia, y, al final, a su un mundo de pura sensación y sin conciencia («sensible y táctil») pues ese personaje aún no ha nacido, está en estado fetal en el claustro materno. No es que la historia esté contada al revés; en ese mundo ficticio, el tiempo progresa hacia atrás. Y, hablando de estados prenatales, quizás convenga recordar el caso de otra novela famosísima, el Tristram Shandy. De Laurence Sterne, cuyas primeras páginas —varias decenas— relatan la biografía del protagonista-narrador antes de que nazca, con irónicos detalles sobre su complicado engendramiento, formación fetal en el vientre de su madre y llegada al mundo. Los recovecos, espirales, idas y venidas del relato hacen de la estructura temporal de Tristram Shandy una curiosísima y extravagante creación.

También es frecuente que haya en las ficciones no uno sino dos o más tiempos o sistemas temporales coexistiendo. Por ejemplo, en la más conocida novela de Günter Grass, El tambor de hojalata (Die Blechtrommel), el tiempo transcurre normalmente para todos, salvo para el protagonista, el célebre Oscar Matzerath (el de la voz vitricida y el tambor) que decide no crecer, atajar la cronología, abolir el tiempo y lo consigue, pues, a cornetazos, deja de crecer y vive una suerte de eternidad, rodeado de un mundo que, en torno suyo, sometido al fatídico desgaste impuesto por el dios Cronos, va envejeciendo, pereciendo y renovándose. Todo y todos, salvo él.

El tema de la abolición del tiempo y sus posibles consecuencias (horripilantes, según el testimonio de las ficciones) ha sido recurrente en la novela. Aparece, por ejemplo, en una no muy lograda historia de Simone de Beauvoir, Todos los hombres son mortales (Tous les hommes sont mortels). Mediante un malabar técnico, Julio Cortázar se las arregló para que su novela más conocida hiciera volar en pedazos la inexorable ley del perecimiento a que está sometido lo existente. El lector que lee Rayuela siguiendo las instrucciones del «Tablero de dirección» que propone el narrador, no termina nunca de leerla, pues, al final, los dos últimos capítulos terminan remitiéndose uno a otro, cacofónicamente, y, en teoría (claro que no en la práctica) el lector dócil y disciplinado debería pasar el resto de sus días leyendo y releyendo esos capítulos, atrapado en un laberinto temporal sin posibilidad alguna de escapatoria.

A Borges le gustaba citar aquel relato de H. G. Wells (otro autor fascinado, como él, por el tema del tiempo), La máquina del tiempo (The Time Machine), en el que un hombre viaja al futuro y regresa de él con una rosa en la mano, como prenda de su aventura. Esa anómala rosa aún no nacida exaltaba la imaginación de Borges como paradigma del objeto fantástico.

Otro caso de tiempos paralelos es el relato de Adolfo Bioy Casares («La trama celeste»), en el que un aviador se pierde con su avión y reaparece luego, contando una extraordinaria aventura que nadie le cree: aterrizó en un tiempo distinto a aquel en el que despegó, pues en ese fantástico universo no hay un tiempo sino varios, diferentes y paralelos, coexistiendo misteriosamente, cada cual con sus objetos, personas y ritmos propios, sin que se logren interrelacionar, salvo en casos excepcionales como el accidente de ese piloto que nos permite descubrir la estructura de un universo que es como una pirámide de pisos temporales contiguos, sin comunicación entre ellos.

Una forma opuesta a la de estos universos temporales es la del tiempo intensificado de tal modo por la narración que la cronología y el transcurrir se van atenuando hasta casi pararse: la inmensa novela que es el Ulises de Joyce, recordemos, relata apenas veinticuatro horas en la vida de Leopoldo Bloom.

A estas alturas de esta larga carta, usted debe de estar impaciente por interrumpirme con una observación que le quema los labios: «Pero, en todo lo que lleva escrito hasta ahora sobre el punto de vista temporal, advierto una mezcla de cosas distintas: el tiempo como tema o anécdota (es el caso de los ejemplos de Alejo Carpentier y Bioy Casares) y el tiempo como forma, construcción narrativa dentro de la cual se desenvuelve la anécdota (el caso del tiempo eterno de Rayuela)». Esa observación es justísima.

La única excusa que tengo (relativa, por cierto) es que incurrí en esa confusión de manera deliberada. ¿Por qué? Porque creo que, precisamente en este aspecto de la ficción, el punto de vista temporal, se puede advertir mejor lo indisolubles que son en una novela esa «forma» y ese «fondo» que he disociado de manera abusiva para examinar cómo es ella, su secreta anatomía.

El tiempo en toda novela, le repito, es una creación formal, ya que en ella la historia transcurre de una manera que no puede ser idéntica ni parecida a como lo hace en la vida  real; al mismo tiempo, ese transcurrir ficticio, la relación entre el tiempo del narrador y el de lo narrado, depende enteramente de la historia que se cuenta utilizando dicha perspectiva temporal. Esto mismo se puede decir al revés, también: que del punto de vista temporal depende igualmente la historia que la novela cuenta. En realidad, se trata de una misma cosa, de algo inseparable cuando salimos del plano teórico en que nos estamos moviendo y nos acercamos a novelas concretas. En ellas descubrimos que no existe una «forma» (ni espacial, ni temporal ni de nivel de realidad) que se pueda disociar de la historia que toma cuerpo y vida (o no lo consigue) a través de las palabras que la cuentan.

Pero avancemos un poquito más en torno al tiempo y la novela hablando de algo congénito a toda narración ficticia. En todas las ficciones podemos identificar momentos en que el tiempo parece condensarse, manifestarse al lector de una manera tremendamente vívida, acaparando enteramente su atención, y períodos en que, por el contrario, la intensidad decae y amengua la vitalidad de los episodios; estos, entonces, se alejan de nuestra atención, son incapaces de concentrarla, por su carácter rutinario, previsibles, pues nos trasmiten informaciones o comentarios de mero relleno, que sirven sólo para relacionar personajes o sucesos que de otro modo quedarían desconectados. Podemos llamar cráteres (tiempos vivos, de máxima concentración de vivencias) a aquellos episodios y tiempos muertos o transitivos a los otros. Sin embargo, sería injusto reprochar a un novelista la existencia de tiempos muertos, episodios meramente relacionados en sus novelas. Ellos son también útiles, para establecer una continuidad e ir creando esa ilusión de un mundo, de seres inmersos en un entramado social, que ofrecen las novelas. La poesía puede ser un género intensivo, depurado hasta lo esencial, sin hojarasca. La novela, no. La novela es extensiva, se desenvuelve en el tiempo (un tiempo que ella misma crea) y finge ser «historia», referir la trayectoria de uno o más personajes dentro de cierto contexto social. Esto exige de ella un material informativo relacionador, conexivo, inevitable, aparte de aquel o aquellos cráteres o episodios de máxima energía que hacen avanzar, dar grandes saltos a la historia (mudándola a veces de naturaleza, desviándola hacia el futuro o hacia el pasado, delatando en ella unos trasfondos o ambigüedades insospechadas).

Esa combinación de cráteres o tiempos vivos y de tiempos muertos o transitivos, determina la configuración del tiempo novelesco, ese sistema cronológico propio que tienen las historias escritas, algo que es posible esquematizar en tres tipos de punto de vista temporal. Pero me adelanto a asegurarle que, aunque con lo que llevo dicho sobre el tiempo hemos avanzado algo en la averiguación de las características de la ficción, queda todavía mucho pan por rebanar. Ello irá asomando a medida que abordemos otros aspectos de la fabricación novelesca. Porque vamos a seguir desarrollando esa madeja interminable, ¿no?

Ya lo ve, me tiró usted la lengua y ahora no hay manera de hacerme callar.

Un cordial saludo y hasta pronto.

Tomado del libro versión ebook.

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