Creencias y supersticiones populares que desafían la cordura y la sensatez, pero que al parecer funcionan… ¿o es que los rituales y presagios condicionan la mente, sugestionan al creyente, para atraer las soluciones que imponen los hechiceros y santeros?
Lo encontré tranquilito sentado en la calzada que daba a la cocina de la casa. Sin ánimo, sin color, sin apetito, y con fiebre. No había desayunado, y cuando le ofrecí arroz con habichuela, su plato favorito, y dijo que no quería, me alarmé; pensé que la situación era grave. Tenía 10 años, gordito y glotón como el que más, asumí que un problema estomacal lo estaba afectando de mala manera, y comencé a medicarlo con cuantas tizanas me recomendaron. Que cilantro ancho, que anamú, que malagueta, que manzanilla, y otros brebajes de medicina que andaban en los pueblos de las manos de las abuelas, especialistas en el arte de curar hasta con ensalmos.
En tres días ya estaba postrado y había pasado de talla 14 a 10, la fiebre no cedía, ni su estómago aceptaba alimento. Asustada, preocupada, no me costó más que llevarlo al médico, que después de los protocolos de lugar, diagnosticó que nada anormal fue detectado.
Una tarde estando en cama, vino a verlo la suegra de mi hermana, una sabia señora, experta en crianza y remedios caseros.
—Este niño está ojiao.
—¿Qué quiere usted decir?
—Que le hicieron mal de ojo; mira, tiene una pierna más larga que la otra. Si no buscan ayuda, se va a morir.
Medí las piernas de mi hijo y vi la diferencia que existía, así que confié en sus palabras; todavía hoy me parecen ciertas.
—Tienen que buscar un espiritista, es lo único que lo puede curar, —afirmó.
En los pueblos existían, y todavía los hay, medio hechiceros, que resolvían problemas que la cordura no podía manejar, y servían de consuelo a los asuntos que considerábamos esotéricos, o insolubles en ciertos momentos.
Mi marido dijo que traería a Celín, una señora con poderes que él había usado para averiguar quién le había robado una vaca, y le dio señales del ladrón, aunque nunca apareció ni la vaca ni el afortunado que se la llevó. Esa señora leía la taza y las barajas, con las que adivinaba si te iba a llegar visita, si participarías de una fiesta o de un mortuorio, si tu pareja te estaba engañando, si tenías un enemigo oculto, si te iba a llegar dinero, si te ibas de viaje, y un sinfín de pronósticos que preparaban la mente a atraer las creencias que se le imponían, y que la mayoría de las veces se cumplían.
Celín llegó a la casa con una carga de ramos de ruda, y con la cruz en mano azotó con ellos el cuerpo del enfermo, mientras rezaba oraciones para contrarrestar las malas vibras y sacarle el maleficio, como si se tratara de una sesión de exorcismo, donde se sentía patente la lucha del poder sobrenatural. Luego debíamos sacar el zumo de las mismas hojas y mezclarlo con agua fría para bañarlo y bajar la fiebre.
Este ritual se repitió por dos días más, que ella determinó bastaban para que el niño recobrara su sanidad, lo que resultó ser verdad.
—No siempre es por envidia, —decía ella—, a veces es por admiración, y este niño es muy bonito.
Andaba en el pueblo una muchachita pordiosera que tenía un párpado caído, y sabían las lenguas flojas que hacía mal de ojo. Como usualmente venía a la casa en búsqueda de alimentos o cualquier otra dádiva, quién sino ella sería la responsable del entuerto, aunque al indagar con otros creyentes me enteré que el mal de ojo en la mayoría de los casos es involuntario, y que el ojeador puede ser hasta una madre a su propio hijo, ¡qué barbaridad!
A pesar de considerarme católica, ese momento de magia me enseñó hasta el día de hoy, que la mirada de algunas personas, por distintos motivos irradian energía negativa, que puede afectar la salud de los niños de manera perniciosa, y yendo más allá, que hasta las plantas y sus flores se doblan y se secan ante el fenómeno.
Al tercer día el niño volvió a la normalidad, sin tener secuelas del quebranto, y Celín se consagró en el pueblo como la santera que quitaba la maldición del mal de ojo.
Los azabaches, los cordoncitos rojos amarrados a las muñecas o los piecitos de los niños, se pusieron de moda, y durante un tiempo mi niño cargó dentro de su ropa una pequeña almohadita con no sé qué, que Celín le preparó como resguardo.
Nos quedó la duda de si la muchachita pordiosera sería la ojeadora, pero cada vez que la veía pasar por la casa, y encontraba mi niño sentado tranquilito en la calzada que daba a la cocina, me invadía el deseo de salir corriendo a buscar a Celín.
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