miércoles, 6 de diciembre de 2023

KEN FOLLET: ENTREVISTA

«Nadie puede ser demasiado exigente consigo mismo. Trato de escribir libros que les gusten a millones de lectores y, por consiguiente, el resultado debe ser lo mejor que pueda elaborar».
 

Unos 190 millones de ejemplares vendidos contemplan al autor británico, quizá, porque siempre ha seguido tres reglas de oro a la hora de escribir: luchar contra la caída del ritmo narrativo, planificar el argumento y evitar la sucesión rápida y alocada de los hechos. En su nueva obra, «La armadura de la luz» (Plaza & Janés, septiembre de 2023), mantiene estas premisas y busca, como ha hecho desde que publicara su primer gran éxito en 1978, que su público «se entristezca al cerrar el libro».

Entrevista por Manuel P. Villatoro

Ken Follett no necesita presentación: es el maestro de los best sellers. A sus 74 años se mantiene igual de radiante que hace una década y cuenta con una planta digna de todo buen gentleman británico. Aunque lo suyo no es solo físico. Con su literatura sucede otro tanto: no envejece ni se marchita, tan solo evoluciona. Y eso, después de cinco décadas con una pluma en la mano, es decir mucho. Su nueva obra, La armadura de la luz (Plaza & Janés), mantiene ese ritmo incombustible pero pausado que le granjeó el éxito en La isla de las tormentas y, a la par, explora nuevos horizontes como la Revolución Industrial. Porque, por mucho tiempo que pase, este superventas continúa a la caza de retos, y así seguirá: «No pienso dejarlo, todavía estoy fuerte. Lo próximo que estoy escribiendo no se parece en nada a lo de ahora».

El mismo escritor que ha vendido unos 190 millones de ejemplares de todos sus libros –más de tres veces la población de España– recibe a esta revista en Madrid, a un suspiro del Museo del Prado. Imposible no reconocerle: gafas de pasta negras, pelo plata algo rebelde… Como uniforme, su característico traje italiano y una corbata que, a pesar de ser prestada –nos ha confesado que se olvidó la suya en Inglaterra, le pasa a los mejores–, le sienta como un guante. El colofón es una sonrisa perenne, de esas que muestra un autor tranquilo y acostumbrado a mantener mil encuentros con periodistas. «No recuerdo cuántas entrevistas me han hecho ya. En los últimos meses he estado en muchos países, pero no creas que estoy cansado», sostiene en un inglés perfecto y musical, de academia.

Pero nadie llega a la cima de la montaña más alta con dos golpes de pico. Los buenos escritores, confiesa, son los que trabajan hasta desesperar. Y él lo sabe bien. Porque hubo unos tiempos, allá por los setenta, en los que era un autor novel que suspiraba por vender más allá de un centenar de ejemplares. Aquel joven, un periodista político acostumbrado al estilo conciso de los diarios, no lució la corona de laurel hasta que publicó en 1978 La isla de las tormentas, un cóctel de suspense y espionaje engarzado en torno al espionaje aliado en el desembarco de Normandía. El porqué lo consiguió entonces, y no antes, lo tiene clarísimo: «La causa principal es que, hasta ese momento, no me trabajaba lo suficiente los libros». No tiene pelos en la lengua; son demasiados años como escritor para esconder sus vergüenzas, aunque matiza: «O… más bien, no los planificaba».

Para Follett, esa planificación fue el sustrato que hizo germinar el éxito; ese secreto que, en sus palabras, provocó que los lectores devoraran las páginas de El ojo de la aguja (título alternativo de La isla de las tormentas) sin descanso, «a la luz de la mesita de noche» y a costa de recibir las maldiciones de una pareja somnolienta. «Quiero que se entristezcan al cerrar el libro. Cuando una novela nos cautiva de verdad, estamos totalmente absortos en ella. Pero, para que eso suceda, hay que diseñar cada capítulo. Cerciorarse de que, en el momento en el que termine una escena dramática, comience otra al instante», insiste. Como enemigo declarado del relleno argumental, confiesa que suele dedicar un año a elaborar un esquema pormenorizado de cada uno de los apartados de la obra. Con el esqueleto en sus manos, ya solo tiene que escribir. «En eso consiste planificar», advierte.

El autor británico se detiene un segundo, pero para coger impulso. Todavía se guarda bajo la manga dos razones que llevaron a aquella novela a venderse por miles. Y la primera tiene que ver con el trabajo más duro: el de informarse. «Con el La isla me documenté mucho. Estudié la Segunda Guerra Mundial para no cometer errores, y eso es algo que no había hecho antes y que los lectores agradecieron», confirma. Es un mantra que todavía mantiene, aunque ahora, con ayuda. «Cuando escribo un primer borrador se lo enseño a un equipo de historiadores al que pago. Ellos se lo leen detenidamente y me señalan los errores en un informe. Lo normal es que sean cuatro o cinco y que estén especializados en un período histórico concreto. Luego, sobre sus correcciones, escribo el siguiente borrador», admite. La pregunta, directa a la yugular, es ineludible:

–Entonces… ¿no se convierte Ken Follett en un experto del período histórico que recrea en cada una de sus novelas?
–Sí, pero luego se me olvida todo…

Su risa británica resuena en la sala. No es la primera vez que la enarbola, aunque sí la más sonora. Ya de regreso a la calma, recupera el hilo: «El tercer secreto es que, hasta entonces, mis libros eran demasiado cortos. Todo estaba muy abigarrado, la acción ocurría a toda prisa. Era el resultado del estilo periodístico, del que yo provenía». Con el aquel primer exitazo, Follett ralentizó el ritmo y aumentó la extensión. No por complacer a nadie sino porque lo consideraba –y todavía lo considera– básico para que el lector paladee cada escena y se involucre con los personajes. Vayan por delante las cifras: su nueva novela cuenta con 832 páginas. La máxima contrasta con una sociedad que, con el paso de los años, parece no poder mantener la atención más allá de un tuit o de un vídeo de TikTok, pero también con unos autores que tienden a la superproducción en favor de la supervivencia.

–¿Qué opina, señor Follett, de los escritores que sacan una o dos novelas al año?
–Depende del tipo de libro. Agatha Christie era muy prolífica. Sus novelas eran cortas, pero al lector le gustaban. Hay que tener un talento especial para condensar bien la información. A mí se me dan mejor los libros largos.

Follett combinó estos tres secretos con su gran pasión: los espías. Durante años, sus novelas arrasaron en las librerías. Triple, un thriller en el que se mezclan los secretos nucleares y el siempre atractivo y oscuro Mossad, fue un superventas; lo mismo que otros tantos como El hombre de San Petersburgo, una obra ambientada en los momentos previos a la Primera Guerra Mundial. Y eso, por nombrar solo un par. Su destino literario parecía sellado; tan solo tenía que exprimir una y otra vez la gallina de los huevos de oro. «Mi editor quería que siguiese escribiendo historias de agentes secretos durante los siguientes treinta años. Era una buena fórmula para que ambos ganásemos dinero seguro», explica. Sin embargo, brotaron su inconformismo y su instinto de superación: «Decidí que aquello me aburría y me puse a pensar en tramas diferentes para los proyectos futuros».

La vida es cambio, y el británico lo sabe bien. Esboza una sonrisilla pícara al recordar ese giro de 180 grados que dio en los noventa, cuando pasó del suspense a forjar una novela cuyo epicentro era la construcción de catedrales en la Edad Media. El misterio de cómo brotó en su interior la pasión por un tema tan específico lo desveló hace algunos meses en un artículo para The Guardian. Todo ocurrió cuando era un joven periodista del diario Evening News. Una mañana, mientras hacía tiempo entre un reportaje y otro, fue a visitar la catedral de Peterborough… y quedó a la par cautivado e intrigado. Dos preguntas le acompañaron desde entonces: por qué la sociedad medieval se esforzaba tanto en construir estos edificios, y cómo diantres los levantaban de la nada. De aquella inquietud brotó Los pilares de la Tierra, su obra más conocida.

El británico, con todo, sabía que el reto era tan inconmensurable como erigir una de aquellas catedrales. «Quería cambiar de tema, pero que la obra siguiese siendo emocionante y que el lector no pudiese dejar de leer», añade. Por enésima vez en la entrevista insiste en ese mantra: atrapar al público, cautivarle para que le genere aversión cerrar el libro y, ante todo, no aburrirle. Todavía recuerda el tiempo que le llevó dar forma al resultado: «Fueron tres años y tres meses. Al final acabé agotado, pero conseguí escribir una novela histórica con toda la emoción de una de suspense». 

Su mayor logro, o eso explica con la gestualidad típica del profesor que adora la materia que imparte, fue conseguir que la emoción del texto procediera de las partes dramáticas, y no de las clásicas situaciones de tensión que propicia el espionaje. «En realidad, Los pilares de la Tierra es similar a mis obras anteriores en la esencia: la historia avanza de forma constante, está llena de sorpresas… Pero el material es muy diferente», sentencia. Quedó satisfecho, y eso ya es mucho en un autor que siempre quiere aspirar a más y cuyo límite es el cielo... ¿Se pide demasiado Ken Follett? Él no lo cree así: «Nadie puede ser demasiado exigente consigo mismo. Trato de escribir libros que le gusten a millones de lectores y, por consiguiente, el resultado debe ser lo mejor que pueda elaborar. Tendría que exigirme aún más».

Los pilares de la Tierra abrió una nueva autopista literaria para el inglés. La obra cautivó al público por su capacidad para entrelazar historias personales, la característica que se convertiría en la seña de identidad de sus muchas obras posteriores. Tras ella llegó la primera secuela, Un mundo sin fin, ambientada dos siglos después de su predecesora y centrada en un evento tan turbulento como la peste negra. Los ejemplares se vendieron por millones. De nuevo, Follett había hallado la piedra filosofal para enamorar al público; pero, también por enésima vez, se saturó de un período concreto y buscó nuevos retos que aplacaran su inconformismo. Así nació la trilogía The Century: un repaso, como él mismo suscribe, a «la era más dramática y violenta de la historia de la humanidad», el siglo XX.

Follett abre los brazos para evocar el tamaño del embrollo en el que se metió. Hasta entonces, solo una persona había resumido un siglo de historia en apenas unos tomos: William Shakespeare. Lo primero, advierte, fue aprender del mejor: «Tuve suerte; ese fin de semana, la Royal Shakespeare Company representó todas las obras de teatro que necesitaba ver para usar como modelo». Está lanzado, pero detiene su respuesta, ralentiza el ritmo y, como siempre, sonríe antes de continuar. «Empezó el jueves por la tarde... continuó todo el viernes... todo el sábado... y todo el domingo». Habla despacio, como queriendo dar todavía más empaque a aquella maratón. «Quizá te parezca que fue una sobredosis de Shakespeare, pero disfruté mucho de aquella experiencia», sentencia. Y vaya si le sirvió: «Aprendí a centrarme en la parte importante de la historia, la más dramática, y entendí que la gente se imaginaría el resto».

–¿Pesó demasiado heredar la tarea de un personaje como Shakespeare?
–Fue una gran responsabilidad. Pero no aspiro en absoluto a escribir poesía como él. Sé cuáles son mis límites... [Ríe]

Los tres tomos de The Century quedaron vertebrados alrededor de las grandes guerras que asolaron Europa en apenas cien años: desde la Revolución Francesa a la Guerra Fría. Aunque, como el mismo Follett explica, nunca pretendió que los conflictos se convirtieran en el corazón de sus obras: «Quería contar los acontecimientos, pero a través de los ojos de los personajes, que ellos fueran la clave del relato». Más allá de las batallas, desgracias y desmanes, los libros narran las vivencias de cinco familias cuyos destinos se entretejen a lo largo de un siglo. No le resultó fácil al inglés enhebrar toda aquella locura para que resultara en una historia atractiva, pero lo logró, y hoy está todavía muy orgulloso de ello. «El esquema fue muy complicado porque padres, hijos y nietos tenían que conocerse. Al final logré hacerlo, y al lector le encantó», finaliza.

El autor repasa en un minuto cada uno de los libros de esta trilogía: La caída de los gigantes, El invierno del mundo y El umbral de la eternidad. A todos les tiene un cariño especial, pero uno alberga un pequeño y pintoresco secreto. En el último, ambientado en la Guerra Fría, un personaje llamado Willi ansía dejar atrás la prisión que supone el Muro de Berlín y dedicar su vida al rock. Curiosa casualidad, pues la segunda gran pasión del superventas británico es la música. «¿Quiere Ken Follett, como Willi, escapar de la literatura para convertirse en un músico famoso?», preguntamos. Él lo tiene claro: «No. Toco el piano desde los doce años, aunque nunca he tomado clases, y cuando cumplí catorce me regalaron una guitarra. Tengo mi grupo, y somos buenos, pero llevo leyendo desde los cuatro años, y siempre he sabido mucho más de literatura».

Cuesta imaginar a Follett armado con una guitarra en lugar de escribiendo frente al teclado, pero es un tipo que sorprende. Otro tanto sucede a nivel literario: persona y obra no se corresponden. Parece imposible que un hombre elegante, de modales impolutos, humor inocente y aura de no haber roto un plato jamás use las catástrofes más espantosas de nuestra historia como contrafuertes de todas sus obras. Tras The Century, hizo lo propio en los dos nuevos libros de la saga que arrancó con Los pilares de la Tierra. En Una columna de fuego, el telón de fondo fue el odio entre religiones que se había extendido en el siglo XVI. Y, en Las tinieblas y el alba, una precuela de la serie, las sangrientas incursiones vikingas que cayeron cual martillo sobre Europa. ¿La razón? Conoce a su lector y sabe lo que debe entregarle para que no se aburra.

La armadura de la luz, su nueva novela, no parece una excepción. Por un lado, cuenta con un villano por todos conocido y de moda estos días gracias al largometraje de Ridley Scott: Napoleón Bonaparte. Ese pequeño dictador que obró el milagro de unir a España e Inglaterra, dos naciones que se odiaban desde hacía siglos. «Supongo que el enemigo común nos hizo amigos. Pero es normal que hubiera un enfrentamiento. En el siglo XVI, Felipe II trató de invadirnos. A cambio, cuando sus barcos venían de Perú en dirección a Sevilla, los corsarios ingleses los interceptaban y los saqueaban», explica el autor. Follett reflexiona durante unos segundos; luego, vuelve al ataque: «¡En realidad, creo que el monarca tenía buenas razones para estar enfadado!». Y, una vez más, una carcajada copa el ambiente.

Pero, además de Napoleón, La armadura de la luz se zambulle de lleno en un proceso disruptivo como fue la Revolución Industrial. Follett está de acuerdo con que «fue un tiempo de conflicto en el que las máquinas nuevas dejaron sin empleo a muchísima gente», pero también suscribe que «generaron nuevas oportunidades para otros tantos». Le cuesta calificar el cambio como bueno o malo; no es cuestión de maniqueísmos. Lo que tiene claro es que ayudó a la sociedad a evolucionar. «Si no hubiera sido por esta transformación, tú no llevarías ese polo negro, ni yo este traje italiano. El mundo sería diferente. ¿Fue duro para los artesanos? Sí, pero también beneficioso», añade. Y lo mismo cree de la llegada del capitalismo, un asunto que también analiza en la novela: «No busco criticarlo. Hay personajes que son propietarios de muchas fábricas y son personas compasivas. Otros, no tanto».

En todo caso, esta nueva y extensísima novela mantiene el patrón de sus anteriores trabajos. Porque, si algo funciona, para qué cambiarlo. «Los distintos dramas de la obra nacen al calor de los problemas que genera el capitalismo, pero este queda en segundo plano», explica. El corazón de todo para Follet son, y siempre serán, las historias personales.

Poco a poco ha llegado el final del encuentro; una oportunidad única de hablar con un genio de los best sellers. Sin embargo, mientras la grabadora vuelve a la funda y el cuaderno a la cartera, brota una última pregunta. O, más bien, una curiosidad entre lo amable y lo socarrón:

–¿Cuál es la pregunta más molesta que le han hecho?
–¡Vaya! Parece un chiste, pero a la mayor parte de los escritores se nos pregunta mucho que de dónde sacamos nuestras ideas. Stephen King siempre dice que del supermercado…
–Entonces, creo que es mejor no preguntarle de dónde las saca usted…
–Estamos de acuerdo [Ríe].

Y, ahora sí, el maestro abandona la sala rumbo a su siguiente entrevista. Según han dejado caer sus acompañantes, una radio. Suerte en sus libros futuros, señor Follett, aunque no creo que la necesite.

Tomado de la revista Lengua, de Penguin Libros

BIOGRAFÍA DE KEN FOLLET

Ken Follett es uno de los autores más queridos y admirados por los lectores de todo el mundo, y las ventas de sus treinta y seis libros superan los ciento ochenta y ocho millones de ejemplares. Su primer best seller fue La isla de las tormentas (El ojo de la aguja), un thriller de espionaje ambientado en la Segunda Guerra Mundial. En 1989 publicó Los pilares de la Tierra, que alcanzó el número uno en las listas de más vendidos en un gran número de países y que se ha convertido en su novela más popular. Sus secuelas, Un mundo sin fin y Una columna de fuego, y la precuela, Las tinieblas y el alba, fueron también grandes éxitos y la saga en su conjunto ha superado los cincuenta millones de ejemplares vendidos en todo el mundo. Follett vive en Hertfordshire con su esposa, Barbara. Entre los dos tienen cinco hijos, seis nietos y tres perros labradores.

Biografía de Ken Follet en Wikipedia

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