En Nápoles existe la costumbre de mandar traer un café y pagar más de lo que se consumió. Por ejemplo, cuatro personas entran, se sientan, piden cuatro cafés y dicen: “Y tres más en suspenso”. Pasado un rato, aparece un pobre a la puerta y pregunta: “¿Hay algún café en suspenso?”. El empleado mira el registro de los adelantados, verificando el saldo y dice: “Sí”. El pobre entra, bebe café y se va, supongo que agradeciendo la caridad.
EL OTRO LADO DE LA TRAGEDIA
Vi las imágenes del fusilamiento. Un poste clavado en el suelo, atado a él un hombre joven, vestido con unos pantalones oscuros y una camiseta, el pelo muy corto. Dos o tres oficiales norteamericanos están cerca, uno de ellos enciende un cigarrillo, después se aproxima un cura que dice no se sabe qué, mientras el condenado, con el cigarrillo sujeto por los labios, aspira y suelta una bocanada de humo. Unos segundos más y se apartan todos, no vemos a los soldados que van a disparar, se diría que la cámara de filmar está en mitad del pelotón de fusilamiento. De repente, el cuerpo es sacudido por las balas, resbala un poco a lo largo del poste, pero no está muerto: se agita débilmente. Los oficiales se aproximan, uno de ellos parece llevar la mano a la pistola, quizá va a darle el tiro de gracia, no se llegará a saber, la imagen acabó. Se dijo que el italiano no era soldado, que había sido, con otros, lanzado en paracaídas tras las líneas norteamericanas para actos de sabotaje, que las llamadas leyes de guerra parecen no perdonar. Todo esto es horrible, pero, no sé por qué, se me fija más en la memoria el ritual escénico del último cigarrillo del condenado a muerte, como si cada uno de aquellos hombres estuviese representando un papel: el cura para dar la absolución, el condenado que pide o acepta el cigarrillo, la mano que lo enciende, probablemente la misma que disparará el último tiro. El otro lado de la tragedia es muchas veces la farsa.
ESCRÍBALO USTED
Me llega una carta. No es la primera vez que alguien me sugiere escribir una novela sobre historias que, por alguna razón, considera merecedoras de ser pasadas al papel. Cuando terminé de leerla, en este caso me sentí como si tuviera la irrecusable obligación de hacerlo, como si algún día hubiese asumido ese compromiso y la carta reclamara el cumplimiento de mi palabra.
La historia es, simplemente, la de un hombre que ya murió. De él me dice que era “delgado, alegre, cínico, feroz, poeta”, que quien lo conoció no lo olvidará nunca. Que su vida fue hermosa. Me dice también: “Alguien tendría que contar esto. Usted sabría, ¿qué le parece? ¿Cómo se hace un libro? ¿Cómo se recrea un personaje? ¿Existe? ¿Se inventa? ¿O se toman pequeñas nadas de otras gentes y se hace nacer un príncipe?”. Y, además: “Así esta vida quedaría flotando en el tiempo, como su balsa de piedra, otro Cristo evangelizador casero, sin las conmovedoras subidas a los cielos del catecismo”. Y sugiere que, si yo me decidiese a escribir el libro, si este fuese un éxito, si ganase dinero, podría dar algo a la familia necesitada… Termina diciendo: “Esta idea mía es loca, pero no tengo otra —grande— para recordar y homenajear a mi amigo. No sé escribir, no tengo dinero, no sé esculpir ni pintar ni el dolor y el vacío”.
Leí la carta con un nudo en la garganta y casi no creía lo que leía. ¿Cómo se puede esperar tanto de una persona, esta, además con la inconfesada esperanza de ser atendido? Claro que yo no haré ese libro (¿y cómo lo haría yo?), pero sé que voy a vivir durante un tiempo con el remordimiento absurdo de no haberlo escrito y de ser la causa inocente de una decepción sin remedio. Inocente porque estoy sin culpa, pero entonces ¿por qué esta impresión angustiosa de faltar a un deber?
LA FALSA LOCURA DE ALONSO QUIJANO
El verdadero yo está en otro lugar
(Podría haber dicho Rimbaud)
Don Quijote no está loco: simplemente finge una locura. No tuvo otro remedio que obligarse a cometer las acciones más disparatadas que le pasasen por la mente para que los demás no alimentaran ninguna duda acerca de su estado de alienación mental. Solo fingiéndose loco podía haber atacado a los molinos, solo atacando a los molinos podría esperar que la gente lo considerara loco. En virtud de esa genial simulación de Cervantes, el bueno de Alonso Quijano, convertido en don Quijote, consiguió abrir la puerta que todavía le estaba faltando: la de la libertad. La curiosidad lo empujó a leer, la lectura lo hizo imaginar, y ahora, libre de las ataduras de la costumbre y de la rutina, ya puede recorrer los caminos del mundo, comenzando por estas planicies de La Mancha, porque la aventura —bueno es que se sepa— no elige lugares ni tiempos, por más prosaicos y banales que sean o parezcan. Aventura que, en este caso de don Quijote, no es solo de la acción, sino también, y principalmente, de la palabra.
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