Carta III, del libro “Cartas a un joven novelista”
Querido amigo:
Tiene usted razón. Mis cartas anteriores, con sus vagas hipótesis sobre la vocación literaria y la fuente de donde brotan los temas de un novelista, así como mis zoológicas alegorías —la solitaria y el catoblepas—, pecan de abstractas y tienen la incómoda característica de ser inverificables. De modo que ha llegado el momento de pasar a cosas menos subjetivas, más específicamente enraizadas en lo literario.
Hablemos, pues, de la forma de la novela, que, por paradójico que parezca, es lo más concreto que ella tiene, ya que es a través de su forma que una novela toma cuerpo, naturaleza tangible. Pero, antes de zarpar por esas aguas deleitables para quienes, como usted y yo, amamos y practicamos la artesanía de que también están hechas las ficciones, vale la pena dejar establecido lo que usted sabe de sobra, aunque no esté tan claro para muchos lectores de novelas: que la separación entre fondo y forma (o tema y estilo y orden narrativo) es artificial, sólo admisible por razones expositivas y analíticas, y no se da jamás en la realidad, pues lo que una novela cuenta es inseparable de la manera como está contado. Esta manera es lo que determina que la historia sea creíble o increíble, tierna o ridícula, cómica o dramática. Desde luego, es posible decir que Moby Dick refiere la historia de un lobo de mar obsesionado por una ballena blanca a la que persigue por todos los mares del mundo y que el Quijote narra las aventuras y desventuras de un caballero medio loco que trata de reproducir en las llanuras de la Mancha las proezas de los héroes de las ficciones caballerescas. Pero ¿alguien que haya leído aquellas novelas reconocería en esa descripción de sus «temas» los infinitamente ricos y sutiles universos que crearon Melville y Cervantes? Naturalmente que, para explicar los mecanismos que hacen vivir una historia, se puede hacer esta escisión entre tema y forma novelesca, a condición de precisar que ella no se da nunca, por lo menos no en las buenas novelas —en las malas, en cambio, sí, y por eso es que son malas— donde lo que ellas cuentan y el modo en que lo hacen constituye una indestructible unidad. Esas novelas son buenas porque gracias a la eficacia de su forma han sido dotadas de un irresistible poder de persuasión.
Si a usted, antes de leer La metamorfosis, le hubieran contado que el tema de aquella novela era la transformación de un modesto empleadito en una repulsiva cucaracha, probablemente se habría dicho, bostezando, que se exoneraba de inmediato de leer una idiotez semejante. Sin embargo, como usted ha leído esa historia contada con la magia con que lo hace Kafka, «cree» a pie juntillas la horrible peripecia de Gregorio Samsa: se identifica, sufre con él y siente que lo ahoga la misma angustia desesperada que va aniquilando a ese pobre personaje, hasta que, con su muerte, se restablece aquella normalidad de la vida que su desdichada aventura trastornó. Y usted se cree la historia de Gregorio Samsa porque Kafka fue capaz de encontrar para relatarla una manera —unas palabras, unos silencios, unas revelaciones, unos detalles, una organización de los datos y del transcurrir narrativo— que se impone al lector, aboliendo todas las reservas conceptuales que éste pudiera albergar ante semejante suceso.
Para dotar a una novela de poder de persuasión es preciso contar su historia de modo que aproveche al máximo las vivencias implícitas en su anécdota y personajes y consiga transmitir al lector una ilusión de su autonomía respecto del mundo real en que se halla quien la lee. El poder de persuasión de una novela es mayor cuanto más independiente y soberana nos parece ésta, cuando todo lo que en ella acontece nos da la sensación de ocurrir en función de mecanismos internos de esa ficción y no por imposición arbitraria de una voluntad exterior. Cuando una novela nos da esa impresión de autosuficiencia, de haberse emancipado de la realidad real, de contener en sí misma todo lo que requiere para existir, ha alcanzado la máxima capacidad persuasiva. Logra entonces seducir a sus lectores y hacerles creer lo que les cuenta, algo que las buenas, las grandes novelas, no parecen contárnoslo, pues, más bien, nos lo hacen vivir, compartir, por la persuasividad de que están dotadas.
Usted conoce, sin duda, la famosa teoría de Bertolt Brecht sobre la distanciación. Él creía que, para que el teatro épico y didáctico que se propuso escribir alcanzara sus objetivos, era indispensable desarrollar, en la representación, una técnica —una manera de actuar, en el movimiento o el habla de los actores y en el propio decorado— que fuera destruyendo la «ilusión» y recordando al espectador que aquello que veía en el escenario no era la vida, sino teatro, una mentira, un espectáculo, de los que, sin embargo, debía sacar conclusiones y enseñanzas que lo indujeran a actuar, para cambiar la vida. No sé qué piensa usted de Brecht. Yo pienso que fue un gran escritor, y que, aunque a menudo estorbado por la intención propagandística e ideológica, su teatro es excelente, y bastante más persuasivo, por fortuna, que su teoría de la distanciación.
El poder de persuasión de una novela persigue exactamente lo contrario: acortar la distancia que separa la ficción de la realidad y, borrando esa frontera, hacer vivir al lector aquella mentira como si fuera la más imperecedera verdad, aquella ilusión la más consistente y sólida descripción de lo real. Ése es el formidable embauque que perpetran las grandes novelas: convencernos de que el mundo es como ellas lo cuentan, como si las ficciones no fueran lo que son, un mundo profundamente deshecho y rehecho para aplacar el apetito deicida (recreador de la realidad) que anima —lo sepa éste o no— la vocación del novelista. Sólo las malas novelas tienen ese poder de distanciación que Brecht quería para que sus espectadores pudieran asimilar las lecciones de filosofía política que pretendía impartirles con sus obras de teatro. La mala novela que carece de poder de persuasión, o lo tiene muy débil, no nos convence de la verdad de la mentira que nos cuenta; ésta se nos aparece entonces como tal, una «mentira», un artificio, una invención arbitraria y sin vida propia, que se mueve pesada y torpe como los muñecos de un mediocre titiritero, y cuyos hilos, que manipula su creador, están a la vista y delatan su condición de caricaturas de seres vivos, cuyas hazañas o padecimientos difícilmente pueden conmovernos, ¿pues acaso los viven, siendo meros embelecos sin libertad, vidas prestadas dependientes de un amo omnipotente?
Naturalmente, la soberanía de una ficción no es una realidad, es también una ficción. Mejor dicho, una ficción es soberana de una manera figurada, y por eso me he cuidado mucho, al referirme a ella, de hablar de una «ilusión de soberanía», «una impresión de ser independiente, emancipada del mundo real». Alguien escribe las novelas. Ese hecho, que no nazcan por generación espontánea, hace que sean dependientes, que todas tengan un cordón umbilical con el mundo real. Pero no sólo por el hecho de tener un autor se hallan las novelas unidas a la vida verdadera; también, porque, si ellas, en lo que inventan y relatan no opinaran sobre el mundo tal como lo viven sus lectores, para éstos una novela sería algo remoto e incomunicable, un artificio impermeabilizado contra su propia experiencia: jamás tendría poder de persuasión, nunca podría hechizarlos, seducirlos, convencerlos de su verdad y hacerlos vivir lo que les cuenta como si lo experimentaran en carne propia.
Esta es la curiosa ambigüedad de la ficción: aspirar a la autonomía sabiendo que su esclavitud de lo real es inevitable y sugerir, mediante esforzadas técnicas, una independencia y autosuficiencia que son tan ilusas como las de las melodías de una ópera separadas de los instrumentos o gargantas que las interpretan.
La forma consigue estos milagros cuando es eficaz. Aunque, como en el caso de tema y forma, se trata de una entidad inseparable en términos prácticos, la forma consta de dos elementos igualmente importantes, que, aunque van siempre fundidos, pueden también diferenciarse por razones analíticas y explicativas: el estilo y el orden. Lo primero se refiere, claro está, a las palabras, la escritura con que se narra la historia, y, lo segundo, a la organización de los materiales de que ésta consta, algo que, simplificando mucho, tiene que ver con los grandes ejes de toda construcción novelesca: el narrador, el espacio y el tiempo narrativos.
Para no alargar excesivamente esta carta, dejo para la próxima algunas consideraciones sobre el estilo, las palabras en que está contada la ficción, y la función que tiene en ese poder de persuasión del que depende la vida (o la muerte) de las novelas.
Un abrazo.
Tomado de la versión en ebook del libro.
Las negrillas son mías. (IFM)
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