lunes, 22 de mayo de 2023

NUESTRO HOGAR

Ficción por Miguel Ramírez

Afuera, esa noche, la luna, como siempre que se dejaba ver, parecía como pintada, colgada en un cielo tímidamente maquillado de azul, que podía ser la copia de un mar en calma sazonado de estrellas, con la única diferencia de que ahora no estaba recostado contra un horizonte. 
     Adentro, en una casa casi igual a las otras en aquel lugar, la familia Sosa reposaba después de la cena, como era su costumbre.
     A veces querían hablar todos a la misma vez, pero otras veces, nadie decía ni una sola palabra.
     Sentados en el piso, dos niños jugaban con cualquier cosa.
     Mientras tomaban café, dos adultos aún jóvenes, pero ya preparándose para empezar a descender por la cuesta de la vida, como no estaban sumidos en sus propios mundos, organizaban sus futuros compromisos y revisaban aquellos que habían completado ese día.
Don Américo y doña Ana, padres de la mujer adulta, permanecían agarrados de manos en una esquina del sofá de cuero negro; ellos eran quienes menos hablaban y, cuando lo hacían, casi siempre era para los dos menores. 
     A eso de las nueve de la noche, como si se hubieran puesto de acuerdo previamente, los abuelos de los niños se pusieron de pie al mismo tiempo. 
–– Ya nos vamos para la casa –– dijo don Américo.
–– ¿Para cuál casa? –– le preguntó su hija, quien, igual que su marido, había quedado asombrada por lo que su padre había dicho.
–– Para nuestra casa –– contestó su madre.
–– Sí, para nuestra casa –– confirmó su padre, por si acaso su hija no había escuchado o entendido lo que su madre le había dicho.
–– Esta es su casa. ¿Se acuerdan? Ustedes dos viven aquí con nosotros. –– les recordó la hija.
–– Aquí solamente estamos de paso, así que, ahora mismo nos vamos.
–– Con su permiso –– les dijo el yerno a sus suegros y, tomando a su esposa por un brazo, se la llevó para un rincón de la casa donde los viejos no los pudieran escuchar.
–– ¿Qué les pasa? –– le preguntó el hombre a su mujer, la hija de los ancianos.
–– No lo sé, pero no me gusta nada. Vamos a seguirles la corriente.
     Entonces, marido y mujer regresaron y se acercaron a los más viejos, quienes no habían dejado de observarlos con miradas compasivas y con tristes sonrisas.
Ya nos vamos para la casa –– dijo doña Ana.
–– Esperen hasta mañana –– dijo la hija –– mañana yo misma voy a llevarlos.
–– Estamos justo a tiempo.
–– ¿A tiempo de qué?
–– De marcharnos.
–– Ustedes saben que se me hace difícil manejar de noche –– dijo la hija, tratando de ganar tiempo, porque tenía la esperanza de que, si ellos dejaban de insistir en irse esa noche, al siguiente día a lo mejor ya se les habría pasado esa locura.
–– Da igual, de todos modos, cuando toca, toca, y a nosotros ya nos toca irnos.
     La hija ya estaba al borde de la desesperación. Disimuladamente su marido le apretó un brazo, para recordarle el trato que habían hecho de aflojarle la cuerda a sus padres. Ella así lo entendió y, jugando lo que ella pensó que era una buena carta, les dijo: –– Está bien, pueden irse ahora, pero ¿cómo lo harán? Ustedes no manejan ni tienen un carro.
–– Ese no es un problema, éste es nuestro vehículo.  –– dijo don Américo, agarrando un pequeño sofá de mimbre que ellos mismos se habían regalado en su reciente aniversario de bodas, para echar su acostumbrada siesta después del almuerzo y para sentarse en el porche a sentir la fresca brisa de la noche. Y, con el asiento por delante y con su compañera de toda una vida detrás echó a caminar decididamente hacia la puerta del frente de la casa.
    La hija intentó detenerlos, pero su esposo se lo impidió –– Déjalo, a lo mejor solamente se van a sentar un rato allá afuera y luego regresan.
–– Quizás tengas razón, pero nada parecido a esto había pasado antes, estoy asustada –– dijo ella y, tomándole una mano a su marido, la puso en su pecho, para que él sintiera lo rápido y fuerte que estaba latiendo su corazón.
–– Vamos a estar vigilándolos, y si vemos cualquier cosa rara, salimos a tiempo para evitar cualquier locura –– dijo él para tranquilizarla –– Mira, se están sentando en el porche.
     Allá afuera, don Américo tomó asiento primero y enseguida doña Ana se sentó sobre las piernas de él, no a horcajadas sino como las mujeres del campo montaban a caballo, con las dos piernas colgando del mismo lado de la panza del animal.
Adentro, los esposos más jóvenes miraban atentamente a través del cristal de una de las ventanas hacia afuera donde estaban los esposos mayores.
–– Ves, no pasa nada–– dijo el hombre a su mujer.
–– ¡Qué alivio! –– dijo ella –– pero no les vamos a quitar los ojos de encima, porque aún presiento que algo están tramando esos dos.
Afuera, doña Ana, con sus amantes brazos de tantos años, rodeó el cuello de su esposo, arrimó su cara a la de él y, susurrándole al oído, le dijo:
–– Cariño viejo, te apuesto a que nos están espiando desde algún lugar allá adentro.
–– Como si pudieran hacer algo para evitarlo ––Dijo don Américo y, aferrándose al asiento con ambas manos, le echó esta pregunta al aire:
–– Querida, ¿estás lista?
–– ¡Lista! –– dijo ella después de haber atrapado la pregunta que aún flotaba en el aire.
     Entonces, en ese mismo instante sintieron que estaban saliendo despedidos con todo y sillón de mimbre en dirección a la luna, pero la sobrepasaron y, sus almas, entrelazadas, terminaron de fundirse con el universo.
     Adentro, después de más de una hora, espiando y esperando a que los viejos regresaran al interior de la casa, la hija y su marido se impacientaron y decidieron salir a ver lo que estaba pasando. Cuando se acercaron a ellos, como no se movían, pensaron que se habían quedado dormidos y trataron de despertarlos sin éxito.
     La hija, angustiada y aun sabiendo ya que sus padres no estaban dormidos, empezó a zarandearlos y a gritar: –– ¡Despierten ya!
Pero la pareja no respondía a los gritos ni a las sacudidas. 
     Su esposo, ya con una idea formada de la realidad de lo que había sucedido, la atrajo hacia él, la abrazó y, acariciando su pelo, le dijo: –– No te   engañes, no van a despertar, están muertos.  
       Después del funeral de los cuerpos de los dos espíritus escapistas, ese mismo día en la noche, antes de retirarse a su dormitorio, la pareja, aprovechando que los niños ya dormían, ajenos al drama familiar, se sentaron a tomar una tisana de tilo para adormecer los nervios que, a pesar del peso de la tristeza, seguían atormentados.
–– Aquella misma noche te dije que no confiaba en esos dos, ¿no te lo dije? –– murmuró la mujer, mirando fijamente la taza que sostenía con ambas manos entre sus piernas abiertas, sin la menor intención de que sus palabras fueran escuchadas.
–– Sí, recuerdo muy bien que me lo dijiste, pero quién iba a pensar que algo así podría ocurrir; yo pensé que, debido a la edad, ellos ya habían empezado a disparatar.  
–– Ellos estaban bien lúcidos, y eso es precisamente por eso que no entiendo qué fue lo que pasó.
–– Ellos sabían muy bien lo que estaban haciendo.
–– Ahora es que vengo a caer en cuenta el porqué de algunas cosas que dijeron.
–– ¿Cosas como cuáles?
–– Que se iban para su casa, que aquí sólo estaban de paso, que estaban justo a tiempo para marcharse, que ya les tocaba irse; y, cuando mi padre agarró el sillón de mimbres y dijo que ése era su vehículo, pensamos   que   estaban enajenados, y era cierto, porque en él se fueron, de eso no hay dudas.
     Afuera, la luna, discreta, único testigo de aquella fuga espectacular.

De la obra Cuentos pasmados, de Miguel Ramírez.

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