René del Risco Bermúdez (San Pedro de Macorís, 9 de mayo de 1937 - Santo Domingo, 20 de diciembre de 1972) fue un poeta, narrador y publicista dominicano. Fue una de las figuras esenciales en el tránsito de la literatura dominicana desde la "Era de Trujillo" a los intentos democratizantes de los años 60.
Al «Tinellel» lo liquidaron. Nunca olvidaré los ojos del «Tinellel» cuando el policía rastrilló de nuevo la «Cristóbal»; ahí mismo, casi entre las cejas; y él recostado de la pared, con las manos abiertas sobre la acera y la pierna encogida, sangrándole por la rodilla. Él hubiera querido hablar en ese momento, suplicar algo, pero el miedo como que se le atascó en mitad de la garganta y sólo se le vio esa tristeza terrible en los ojos cuando oyó el «cric-crac» de la ametralladora y miró esa boca filosa como una «gillette» doblada en redondo, oscilando de un ojo a otro, de la frente a la nariz, con la respiración excitada del policía.
Yo no sé bien, pero si por mí es, esa operación duró muchísimo tiempo, y la desesperación del «Tinellel» fue más grande por eso.
La verdad es que hay gente con mala suerte. Este tipo murió por una de esas cosas que dejan a uno bobo. Hay quien dice que es el destino, pero con todas las explicaciones que uno quiera darse, lo que hace es convencerse más de que ha sido una injusticia, una cosa que no debió suceder. No es que uno crea que hay gente entre los de uno que merece morirse, o que por lo menos su muerte se justifica. No, eso no; yo no pensaré nunca que se pueda justificar la muerte de nadie que no ha hecho cosas malas y que por el contrario lo que hace es defenderse en la vida, pero no se puede negar que a veces, cuando le dicen a uno «a fulano lo mataron» o «fulano no aparece»; uno lo lamenta, sí, pero no se sorprende porque la verdad es que hay gente que uno está esperando que la revienten de un momento a otro. Y eso se explica bien, porque uno ha visto mucho ya, y tiene por sabido que aquí al que se mueve mucho lo parten tarde o temprano. Por eso es que yo digo que lo del «Tinellel» fue mala suerte.
Yo sé bien que los muertos no piensan. Que el que se muere, se muere y nada más. Sobre todo, cuando se muere con la cabeza y el pecho hechos un solo «guayo». Pero no me puedo quitar de la mente la preocupación de qué estaría pensando este muchacho ahora, después que vio cómo es que suceden estas cosas. Me gustaría saber si sería capaz de arrepentirse. Bueno, mirándolo bien, cualquiera se arrepiente después que está muerto, y más como murió él… ¿Qué dirá si lo dejan hablar? A lo mejor se pone a insultar a todos los que estábamos esta mañana y que salimos huyendo en cuanto el Teniente se abalanzó hacia el grupo con la «Cristóbal» apoyada en el vientre. Siempre sucede igual; uno solo es el que comienza y todos se le van detrás, disparando como locos a todos lados, y se arma entonces un molote en el que nadie sabe para dónde huir, y eso es lo peor: ahí es cuando se aprovechan ellos, pues sólo tienen que apretar el gatillo y comenzar a rociar plomo y a Dios que reparta suerte. Eso prueba que hay refranes bien pendejos; aquello de «no van lejos los de alante si los de atrás corren bien» es pura pendejada cuando suena un rafagazo. A mí me gustaría ser de los que van alante siempre porque esta gente no apunta a nadie en particular, sino que lo hacen «a lo que agarre mi bola», y ahí es donde se fuñe mucha gente que se le queda a boca de jarro y le pasa como al «Tinellel» que lo agarraron en una pierna y ya no pudo seguir, sino que se cayó junto a la pared; y así si es fácil que rematen a uno, que le metan el peine completo en la carne.
Mi compadre Julián va a lamentar mucho esta vaina seguramente.
Él quiere mucho a Doña Cara y fue de los que la ayudaron cuando el papá del «Tinellel» se desapareció en el 48.
Mi compadre me ha dicho siempre que un tal Capitán Berroa tuvo que ver con esto. La verdad es que el viejo no apareció jamás y la pobre Doña Cora siempre tenía la esperanza de que lo tuvieran en la «Beata», y no se convenció hasta que mataron a Trujillo y se quedaron por un tiempo las cárceles vacías y el viejo Arturo no volvió. Tenía razón Mirito cuando me repetía en «la cuarenta» que «el peje» (como decía él de Trujillo) no perdonaba a ningún obrero que se le atravesara; y me recordaba lo que pasó cuando cayeron presos los del 14 de Junio, que a los estudiantes y a los doctores les pasaron causa en los tribunales y sin embargo a los «panfletistas» de Santiago, que eran obreros casi todos, los ahorcaron una noche y los tiraron en la incineradora. A Mirito lo mataron en la silla eléctrica un domingo por la mañana; el domingo de Resurrección, me acuerdo yo. El pobre Mirito siempre estuvo consciente de que no lo dejarían vivo. Hay una canción de Juan Lockward que me lo recuerda mucho cada vez que la oigo, porque él la cantaba por la noche en la solitaria: «Esta guitarra bohemia que vibra en mis manos». Mirito no cantaba bien, pero yo le pedía que cantara y él lo hacía con los ojos cerrados, me decía que cuando cantaba «Guitarra Bohemia» se acordaba del «Bar Rumoroso», porque en la vellonera lo ponían mucho, y yo le decía que sí, porque a papá lo tenían harto con ese disco. Cuando Mamá oye ese disco también se acuerda de Mirito y siempre dice igual: «Que Dios lo tenga en gloria».
Doña Cara tiene la cara más triste del mundo; parece que dice que ya no aguanta más, y es justo. En este barrio nadie ha cogido más golpes que esa vieja y nunca se ha lamentado; por eso dice «El Oveja» que el Sindicato no puede abandonarla ahora que ya perdió al «Tinellel», que era el que lo metía todo en esta casa. «El Oveja» ya habló con el tesorero y está arreglando las cosas para que la vieja no se quede en la calle. Hay que hacerlo, por Doña Cara y por el «Tinellel» también. Era un muchacho sano que creía que la vida no terminaba nunca, y tenía razón para eso, porque la verdad es que para tipos como él la vida no debía terminar tan inesperadamente. La vieja Cara lo cuidaba como si tuviera todavía tres años; fue que ella puso en él toda su esperanza después que se convenció de que a Don Arturo se lo tiró Trujillo. Era lo único que ella tenía, porque la otra, desde que se casó se alejó de la familia dizque porque en esta casa «sólo visitaban «comunistas» y la vieja era una apoyadora». En el fondo lo que pasó fue que Grecia calculó que esa era una buena manera de evitar tener que ayudar a su mamá y prefirió quedarse viviendo de puesto en puesto con su guardia. Ahora está en la frontera, según oí decir, y ni siquiera se dará por enterada de la muerte de su hermano. No hace falta en este velorio (como diría mamá), aquí sólo deben estar los que están, que son la gente de uno, la gente que «se ha chupado» todas las desgracias con uno y que sabe que a este barrio las cosas le cuestan caras. Aquí casi no hay extraños, somos los mismos que enterramos a Frank cuando avanzaron los yankees, los mismos que velamos a Sonia cuando la mató Pedro el zapatero porque la celaba con Urraca; aquí están Filia y Morrobel y Julio y el «Jabao», y yo, y Antulio; todos los que nunca han echado para atrás cuando hay que dar la cara. ¡Sólo falta el «Tinellel» y ahí está, con la cara machacada por los cartuchazos! Como un hombre.
¡Como un hombre! ¡Qué cosa!: Un muerto, cuando ha muerto bien, es más hombre que un vivo. Eso lo digo por el «Tinellel»: Ahora se ve como más pesado, más serio; ahí tendido en esa caja. Ahora como que uno lo ve y no le sorprende que esta mañana estuviera ahí alante «forzando la jugada» frente a los policías. Yo siempre lo creí más bocón que otra cosa, pero no me atrevo a pensarlo; ahora le tengo respeto y cuando me le paro enfrente me parece que quisiera decirme que qué estoy yo esperando para demostrar todo lo que digo, como lo ha demostrado él con su muerte.
Yo no sé por qué cada vez que veo a Dulcita me dan unas ganas espantosas de reírme. Es que sólo me la imagino bailando el «ají picante». ¡La pobre!… ella no pensaba el día de Noche Buena que a su novio se lo iban a traer el doce de enero en estas condiciones; no ha dejado un solo minuto de llorar, espantando las moscas con un cartón. Es una buena muchacha, pero yo no acabo de imaginármela en el plan de doliente, y esto debe ser por el temperamento de ella: difícilmente aparece por aquí una tipa más bailadora que esa. Yo le digo «azuquita» porque cuando yo era camarero en la Feria había una bailarina que le decían así, y a ella le pega bien ese nombre. El «Tinellel» se reía cada vez que yo la llamaba de ese modo y me decía de broma que algún día formarían una pareja para viajar por Curazao y Puerto Rico. Morrobel le seguía la corriente contándole que él tiene un primo que ha viajado mucho como bailarín, pero que primero tuvo que meterse a maricón, y entonces reíamos todos de buena gana.
Ya el «Tinellel» no puede reírse, ni podrá Morrobel seguirle la corriente; los muertos no se ríen, ni se les puede seguir la corriente; a los muertos se les acompaña y se les entierra. Uno los acompaña y los entierra, es verdad, pero después se le quedan a uno en la mente y entonces están más presentes que antes, porque ya uno no se atreve a faltarles el respeto, y comienza a creer en ellos más que cuando estaban vivos; porque como que las palabras dichas valen más y tienen más razón después que el que las ha dicho se muere… por ejemplo, ahora yo me pongo a pensar en lo que el «Tinellel» me decía cuando hablaba de las mujeres; antes yo me reía con eso pero no le daba razón porque entendía que él era muy joven y no sabía de esas cosas. Ahora ya creo que es verdad «las mujeres flacas son mejores que las gordas…» Y mira, que yo no sé por qué no le daba importancia a esas palabras si yo he tenido mejores experiencias con las flacas que con las gordas. Ah, pero uno es así, hasta que la gente no se muere uno no lo cree.
Asia era flaca y me enredó de una forma que yo no sabía si la cama era para dormir o para estar con ella solamente; después, con Silveria, cuando trabajaba en la Grenada, gozábamos tanto que de noche nos encerrábamos desde que yo llegaba del trabajo; en cambio con Luz, que era gorda, se me hacía pesado el asunto porque ella como que no entraba en calor, y a mí me gustan las mujeres que se le vayan alante a uno, que le peguen las espuelas y le obliguen a «sacar de abajo». Definitivamente las flacas son más calientes que las gordas y el «Tinellel» tenía razón. «¡El Tinellel»!
¡Qué tiguerito éste!
Mira a María poniendo una ponchera llena de hielo debajo de la caja. Siempre fue servicial María. Nunca olvido la noche en que a Mamá le dio el ataque al corazón, en los días en que me soltaron. Se portó muy bien ella, fue a buscar al doctor Bautista a las doce de la noche, sola, porque juzgó que para mí era demasiado peligroso. A gente así hay que quererla; ella tendrá sus defectos, pero qué carajo, todo el mundo los tiene. Además, ¿qué hace que le gusten tanto los hombres?
¿Para qué iba a tener entonces esas piernas y esas nalgas? Cada quien hace con lo suyo lo que le da la gana y nadie tiene que meterse en eso…
Bastante buena que está María para dejarse perder pendejamente…
Esa mosca hace rato que está fuñendo entre los ojos y Dulcita se ha cansado de espantarla con el cartón; pero, da vueltas ahí mismo y vuelve a «jeringar» andando sobre las cejas, metiéndose entre las pestañas hasta llegar al rinconcito ese donde los ojos se pegan a la nariz; Dulcita la espanta con el cartón, pero vuelve entonces por la boca y va subiendo, entra en la nariz, sale, y vuelve para caer otra vez entre los ojos.
Me mortifica esa vaina; me parece que al «Tinellel» le molesta y que él quisiera darse un manotazo para aplastarla; pero un muerto no puede espantarse las moscas de la cara, no puede hacer nada. Esa es la diferencia entre el que está muerto y el que está durmiendo; cuando uno está durmiendo no solamente puede espantar las moscas sino que puede cambiar de posición y acomodarse como mejor le convenga; pero muerto la cosa cambia, se queda uno paralizado, sin pensamientos, sin dolores de muelas, sin los chistes que uno se sabía, sin ganas de hacer nada; y lo peor es que el que está vivo mientras tiene al muerto delante, siempre cree que éste puede oír las cosas que se dicen a su alrededor; y la verdad es que un muerto no escucha nada, porque un muerto es igual que una casa vacía. Uno grita por una puerta y la voz se escapa por la otra sin que nadie responda. Sin embargo, dicen que a los muertos les gustan las casas vacías, que, si alguien se muere en esta casa, aquí se queda para toda la vida rondando. Si eso es verdad, entonces las casas están más llenas de muertos que de vivos. ¿Y cómo será cuando en una misma casa se han muerto dos personas que no se conocían? ¿Cómo pueden compartir el mismo espacio sin ser familia, sin conocerse?
Dos vivos no podrían vivir juntos en la misma casa sin nada que los una, y, es más, hay gente que, siendo familia, no pueden vivir en paz en la misma casa, sino que están como perro y gato todo el tiempo hasta que tienen que separarse definitivamente; en cambio hay muertos que permanecen juntos sin pelearse y sin conocerse.
De todos modos, los muertos no escuchan nada de lo que se dice a su alrededor, ni pueden espantarse las moscas de la cara; por eso me mortifica esa maldita mosca que está fuñendo desde hace rato entre los ojos del «Tineílel».
— ¡Dulcita, espanta esa mosca!
Nadie habla. Todo el mundo está con los labios apretados y mirando para el suelo. La gente de este barrio sabe cómo portarse en un velorio. Ya van como diez del año 61 para acá. Antes no los velábamos, pero nos juntábamos en los patios y en las cocinas a pensar en ellos y a pedir por su tranquilidad; de modo que estamos tan acostumbrados a esto que ya no concebimos que la gente de otro lugar muera de la misma forma que los nuestros, y para ser sincero, yo creo que nos hemos unido tanto alrededor de esa costumbre, que ya la muerte de otra gente apenas sí nos interesa.
No, esto no es del todo cierto. A nosotros nos duele la muerte de cualquiera, lo que pasa es que estamos tan acostumbrados a «comernos» solos a nuestros propios muertos, que francamente… bueno, no me explico qué es lo que nos pasa en realidad. Lo que yo sé es que este dolor es el mismo desde los tiempos en que José Guante apareció en el Ozama, dizque ahogado, pero con una puñalada en el corazón. De eso hace veinte años, y todavía lo recordamos…
— Sorí, ven acá… ¿a qué hora es el entierro?
— A las cuatro.
— ¿Y qué hora es?
— Las tres y media.
— ¡Qué vaina Sorí, cómo mataron al «Tinellel»!
— ¿Tú lo viste?
— ¡Sí!
— ¿Gritó?
— No.
— Si hubiera gritado también lo matan.
— Sorí…
— ¿Qué pasa?
— Diles a los muchachos que traigan la bandera…
— ¿Qué bandera? Con esa enterramos a Julio cuando la huelga…
— Tienes razón, en el barrio ya no hay banderas…
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