El verdadero título del prólogo es “El novelista neoyorquino y la verdadera identidad de madame Bovary”; escogí "La literatura nos hace humanos", porque en última instancia es lo que trata de demostrar el libro. (Administrador del blog)
Sólo en las sociedades que han llegado a ser lo suficientemente prósperas o lo suficientemente descreídas, las obras de arte han sido apreciadas como tales: objetos valiosos, susceptibles de ser comprados o vendidos, pero cuyo valor no depende de su utilidad, sino de la vanidad de sus dueños o la codicia de sus admiradores. Durante buena parte de la Antigüedad, con excepción quizás de la Atenas de Platón o la Roma imperial, mientras se prolongaron las esquivas sombras del Medioevo e incluso en otros momentos puntuales de la historia, un artista o un artesano jamás hubiese suscrito una idea semejante: a sus oídos no sólo hubiese sonado herética, sino absurda. Su trabajo resultaba tan práctico, aun si se trataba de una praxis simbólica, como el de un herrero, un talabartero o un sastre. El arte era o bien decorativo o bien religioso, y nadie se hubiese ofendido al reconocerlo.
Sostener esto hoy, en una época en apariencia tan laica como la nuestra —en
el fondo más indiferente que escéptica—, resulta casi blasfemo: sólo un artista
menor o descarriado, o un provocador, se atreverían a sugerir que su trabajo
sirve efectivamente para algo, o para mucho.
Todavía hoy, son mayoría quienes piensan que sus obras —otro concepto
rimbombante— son productos absolutamente individuales, resultado de su
originalidad y de su genio (es decir, de su arrogancia), sin otro fin práctico
que permitirles ganarse la vida al comerciar con ellas.
Se equivocan: en su calidad de herramienta evolutiva, el arte no puede sino
perseguir una meta más ambiciosa. ¿Cuál? La obvia: ayudarnos a sobrevivir y,
más aún, hacernos auténticamente humanos. (Adviertes en mis palabras cierto
menosprecio por el arte. No es tal. Creo, más bien, que quienes sacralizan el
arte y lo colocan en un pedestal inalcanzable, producto de la inspiración
divina o, en nuestra época, del talento o el copyright, pierden de vista el
bosque por contemplar un solo árbol, por magnífico que sea.)
Que el arte exista en todas partes —las distintas sociedades humanas han
conocido y desarrollado sus distintos géneros de maneras básicamente similares—
debería prevenirnos sobre su carácter de adaptación por selección natural. Una
adaptación sorprendente, qué duda cabe, pero a fin de cuentas tan útil como el
tallado de hachas de sílice, la organización en clanes o la invención de la
escritura. Porque el arte, y en especial el arte de la ficción, nos ayuda a
adivinar los comportamientos de los otros y a conocernos a nosotros mismos, lo
cual supone una gran ventaja frente a especies menos conscientes de sí mismas.
En contra de la opinión del novelista neoyorquino, resulta difícil pensar
que el arte haya surgido de manera casual, como un inesperado subproducto del
neocórtex, una errata benéfica o un premio inesperado. Su origen hemos de
perseguirlo, más bien, en el pausado y deslumbrante camino que nos transformó
en materia capaz de pensar en la materia, en animales capaces de cuestionarse a
sí mismos. El arte no sólo es una prueba de nuestra humanidad: somos humanos
gracias al arte.
Otro tanto ocurre con la ficción. Al considerarla una especie de don
inapreciable, un toque de genio, los románticos asumían que debió aparecer en
una época tardía en nuestro desarrollo como especie. Si ello fuera cierto, deberíamos
aceptar que durante miles de años la ficción no fue parte de nuestras vidas
hasta que, un buen día, nuestros ancestros la descubrieron por casualidad,
sumergida bajo el limo de un pantano primordial o en el amenazante fondo de una
cueva, como si se tratase de un hallazgo semejante a la regularidad de las
estaciones o a la domesticación del fuego. Me niego a creerlo. Prefiero pensar
que la ficción ha existido desde el mismo instante en que pisó la Tierra el homo
sapiens. Porque los mecanismos cerebrales por medio de los cuales nos
acercamos a la realidad son básicamente idénticos a los que empleamos a la hora
de crear o apreciar una ficción. Su suma nos ha convertido en lo que somos:
organismos autoconscientes, bucles animados.
Verdad de Perogrullo confirmada por las ciencias cognitivas: todo el
tiempo, a todas horas, no sólo percibimos nuestro entorno, sino que lo
recreamos, lo manipulamos y lo reordenamos en el oscuro interior de nuestros
cerebros —no sólo somos testigos, sino artífices de la realidad. Como espero detallar
más adelante, reconocer el mundo e inventarlo son mecanismos paralelos que
apenas se distinguen entre sí.
No podría ser de otra manera: si nuestro cerebro evolucionó y se ensanchó a grados monstruosos —al amparo de deformes cabezotas, nacimientos prematuros y atroces dolores de parto, fue para hacernos capaces de reaccionar mejor y más rápido ante las amenazas exteriores. De otro modo: nos hizo expertos en generar futuros más o menos confiables. (Dices no estar de acuerdo; en tu opinión, casi siempre erramos al predecir el futuro. Tal vez aciertes cuando te refieres a las sutilezas de lo humano —nuestra civilización es demasiado reciente—, pero en cambio fíjate cómo atrapas esta pelota, como huyes de este tigre o cómo esquivas esta bofetada sin necesidad apenas de pensarlo.)
Este mecanismo dio un insólito salto y, de una manera que ninguna otra
especie ha perfeccionado con la misma intensidad, de pronto nos permitió
mirarnos a nosotros mismos y convencernos de que, en alguna parte de nuestro interior,
existe un centro, un yo que nos estructura, nos controla, nos vuelve quienes
somos. El yo habría surgido, en tal caso, como una especie de
controlador de vuelo, de timonel.
Si, como afirma Francis Crick, en el fondo no somos otra cosa que nuestro cerebro —"sorprendente hipótesis", tan previsible como escalofriante—, deberíamos concluir que eso que llamamos la Realidad, con todo cuanto contiene, se halla inscrita en los millones de neuronas de nuestra corteza cerebral. El universo entero, con sus serpenteantes galaxias y sus constelaciones fugitivas, sus humeantes planetas y sus volubles satélites, su sobrecogedora profusión de plantas y animales, cabe todo allí adentro —aquí adentro. Todo, repito. Y eso incluye, irremediablemente, a los demás. A mis semejantes —a mi familia, mis amigos, incluso a mis enemigos— y, sí, también a ustedes, queridos lectores. (Espero que, no por ello, abandonen estas páginas.)
¡Menuda invención evolutiva! Yo no soy sino una ficción de mi cerebro. O,
expresado de manera más precisa, mi yo es una fantasía de mi cerebro. Eso sí,
la mayor y más poderosa de las fantasías, pues se concibe capaz de generar y controlar
a todas las demás. El yo me da orden y coherencia, estructura mi vida,
me confiere una identidad más o menos nítida —pero no existe ningún lugar
preciso en el cerebro donde sea posible localizar a ese esquivo fantasma, a ese
omnipresente y omnipotente animalillo que es el yo.
El escenario resulta inquietante y sin embargo, conforme uno medita sobre
sus consecuencias, el horror se desvanece. Frente a esta hipótesis, primero
comparece el vértigo: ¿ello significa que la Realidad no existe? ¿Qué YO no existo?
No exactamente: la única realidad que conoceremos —y que, en el mejor de los
casos, está levemente emparentada con la Realidad— es la realidad de nuestra
mente, la realidad que percibimos y luego recreamos sin medida. No es éste el
lugar para empantanarnos en discusiones filosóficas de mayor calado: nuestro
sentido práctico, esa facultad que nos ha permitido sobrevivir y dominar el
planeta, nos indica de modo natural que debemos hacer como si la realidad
de nuestra mente en efecto se correspondiera con esa Realidad inaprensible que
nos es sustraída a cada instante.
La idea de la ficción, como puede verse, yace completa en ese pedestre y
desconcertante como si. El como si que nuestro cerebro aplica a diario
para que nuestro cuerpo se mueva razonablemente por el mundo, para que descubra
nuevas fuentes de energía y consiga salvaguardarse de depredadores y enemigos.
El como si que nos impide tropezar a cada instante, que nos mantiene en
equilibrio y nos impide estrellarnos contra una ventana o caer de una escalera.
El como si que nos permite relacionarnos con los espectros ambulantes de
los otros.
El como si que nos permite tolerar el universo imaginario de una
novela es idéntico, pues, al como si que nos lleva a asumir que la realidad
es tan sólida y vigorosa como la presenciamos. Si la ficción se parece a la
vida cotidiana es porque la vida cotidiana también es —ya lo suponíamos— una
ficción. Una ficción sui generis, matizada por una ficción secundaria
—la idea de que la Realidad es real—, pero una ficción al fin y al cabo.
No llegaré al extremo de insinuar que todo lo demás, incluidos ustedes, mis
lectores, mis hermanos, sólo son invenciones mías, tan predecibles o
caprichosas como los personajes de mis libros —un tema recurrente en tantas novelas
y películas—, y que acaso yo estoy loco o que sólo yo existo, como en La amante
de Wittgenstem, de David Markson. El solipsismo extremo es, también, una
invención literaria.
Sí me gustaría subrayar, por ahora, que el proceso mental que me anima a
poseer una idea de ustedes, lectores míos, mis semejantes, es paralelo al
mecanismo por medio del cual soy capaz de concebir a alguien inexistente y de
darle vida por medio de palabras —de ideas, con las que a fin de cuentas todos
hemos sido modelados—. Podemos afirmar, con el bardo, que estamos hechos de la
misma materia de los sueños siempre y cuando no olvidemos que los sueños
también están hechos de retazos —a veces significativos, a veces inconexos— de
ideas.
El teatro, la ópera, el cine, la televisión, los videojuegos y, por
supuesto, la literatura —los diversos soportes de la ficción—, son todos
simulacros verosímiles de la realidad: los críticos más sagaces no se han
cansado de proclamarlo. Pero la acuciante necesidad que tenemos de sumergirnos
en ellos, desde sus ejemplos más elevados hasta los más vulgares, no se origina
en un capricho infantil y pasajero, en el ansia de evasión o en el puro y
calamitoso tedio, como sugiere el novelista neoyorquino. En cada una de estas
manifestaciones, el creador y el espectador no sólo invierten largas horas de
esfuerzo —aún la peor ficción, como veremos, resulta siempre demandante—, sino
que parecen no cansarse nunca de sus trampas y sus engaños, aun a sabiendas de
que lo son.
¿Don Quijote y Pedro Páramo, Hamlet y Lulú, Darth Vader y Dumbo, Mario y Luigi
existen sólo para transcurrir horas aciagas, para apresurar la noche y el
sueño, para impedir que —pobres de nosotros— vayamos a aburrirnos? Sonaría
inverosímil: una especie no gasta tanta energía, tanto dinero y tantos anhelos
en una actividad que apenas sirve para colmar las horas muertas.
Los humanos somos rehenes de la ficción. Ni los más severos iconoclastas
han logrado combatir nuestra debilidad y nuestra dependencia por las mentiras
literarias, teatrales, audiovisuales, cibernéticas. Pero ellas no nos deleitan,
no nos abducen, no nos atormentan de forma adictiva por el hecho de ser
mentiras, sino porque, pese a que reconozcamos su condición hechiza y
chapucera, las vivimos con la misma pasión con la cual nos enfrentamos a lo
real. Porque esas mentiras también pertenecen al dominio de lo real.
Cuando leo las aventuras de un caballero andante o la desgracia de una
mujer adúltera, cuando presencio la indecisión de un príncipe o la rabia de un
rey anciano, cuando contemplo la avaricia de un magnate de la prensa o la caída
de un imperio galáctico o cuando lucho por sobrevivir a un ataque de invasores
alienígenas, mi mente sabe que me encuentro frente a un escenario irreal y al
mismo tiempo se esfuerza por olvidar o sepultar esta certeza mientras dura la
novela, la pieza teatral, la película o el juego de video. En resumen: la
conciencia humana aborrece la falsedad y, al menos durante el tiempo precioso
que dura la ficción, prefiere considerarla una suma de verdades parciales, de
escenarios alternativos, de existencias paralelas, de aventuras potenciales.
Como he señalado, la evolución convirtió a nuestro cerebro en una máquina
de futuro, y ésta reacciona con el mismo ahínco frente a la realidad y frente a
la ficción. Las cuitas y fracasos de un personaje de novela no pueden dejar de conmovernos,
igual que no resistimos simpatizar con ciertos héroes o despreciar a ciertos
villanos: nos enfadamos, nos sorprendemos, sufrimos y tememos con la misma
intensidad que en la vida diaria —y a veces más.
Hasta hace poco, la empatía era vista con cierto recelo, una especie de
campo magnético involuntario, una emoción deslavada y algo cursi. Hoy sabemos,
gracias a los estudios de Giacomo Rizzolatti y sus colegas, que la empatía es
un fenómeno omnipresente en los humanos —al igual que en ciertos simios,
elefantes y delfines—, originada en un tipo especial de neuronas, las ya
célebres "neuronas espejo", localizadas, para sorpresa de propios y
extraños, en las áreas motoras del cerebro. Desde allí, estas sorprendentes
células nos hacen imitar los movimientos animales que se atraviesan en nuestro
camino como si fuéramos nosotros quienes los llevamos a cabo. Al hacerlo, no
sólo reconocemos a los agentes que nos rodean, sino que tratamos de predecir su
comportamiento, en primera instancia para protegernos de ellos y, a la larga, para
comprenderlos a partir de sus actos. (En efecto: si miras por televisión a un
contorsionista o a un lanzador de bala olímpico, en tu interior tú también te
descoyuntas y también lanzas la maldita bola de metal lo más lejos posible.)
Desde esta perspectiva, la ficción cumple una tarea indispensable para nuestra supervivencia: no sólo nos ayuda a predecir nuestras reacciones en situaciones hipotéticas, sino que nos obliga a representarlas en nuestra mente —a repetirlas y reconstruirlas— y, a partir de allí, a entrever qué sentiríamos si las experimentáramos de verdad. Una vez hecho esto, no tardamos en reconocernos en los demás, porque en alguna medida en ese momento ya somos los demás.
Repito: no leemos una novela o asistimos a una sala de cine o una función
de teatro o nos abismamos en un videojuego sólo para entretenernos, aunque nos
entretenga, ni sólo para divertirnos, aunque nos divertamos, sino para
probarnos en otros ambientes y en especial para ser, vicaria pero
efectivamente, al menos durante algunas horas o algunos minutos, otros. "Madame
Bovary, c'est moi", afirmó Flaubert,
Vivir otras vidas no es sólo un juego —aunque sea primordialmente un juego—, sino una conducta provista con sólidas ganancias evolutivas, capaz de transportar, de una mente a otra, ideas que acentúan la interacción social. La empatía. La solidaridad. Qué lejos queda la idea de la ficción como un pasatiempo inútil, destinado a la admiración embelesada, al onanismo estético. Sin duda la naturaleza del arte contempla también la idea de lo bello —un conjunto de patrones fijados en cada sociedad y en cada época, y reforzados obsesivamente hasta el desgaste—, pero la belleza no sería entonces sino una suerte de anzuelo evolutivo, un cebo para atraernos hacia la información que se esconde detrás de su fachada. Así como el gozo sexual es una adaptación que refuerza la necesidad de los genes de perdurar y reproducirse —y nos condena a la desasosegante persecución de otros cuerpos—, la belleza es el tirabuzón que nos encamina hacia conjuntos de ideas que nos alientan a comprender mejor el mundo, a nuestros semejantes y, por supuesto, a nosotros mismos.
Si en verdad sólo somos nuestro cerebro, como sugería Crick, en otro nivel
es válido decir que sólo somos un gigantesco conjunto de ideas producidas y
ancladas en ese cerebro: la idea del yo, ese incómodo testigo que al presenciar
los hechos nos separa de ellos, es la más compleja y la más frágil. Porque el yo
siempre se halla solo. Irremediablemente solo. Su única escapatoria consiste en
identificarse con ese otro conjunto de ideas complejas que son los demás, sean
estos reales o imaginarios. Y, paradójicamente, ese contacto virtual es nuestro
único escape del autismo o la demencia. Los humanos somos "símbolos
mentales" obsesionados con relacionarnos con otros "símbolos mentales".
(Sé, amada mía, que no toleras que te llame "símbolo mental" pero,
desde esta perspectiva, llamarte por tu nombre sería un encubrimiento.)
Si la ficción ensancha nuestra idea de nosotros mismos, la ficción
literaria, las novelas y los cuentos lo hacen de una manera no más poderosa,
pero sí más profunda, que otros géneros. No menosprecio a ninguno: el cine, la televisión,
el teatro o los videojuegos pueden ser tan ricos como una narración en prosa,
pero sólo una narración en prosa despierta en nosotros esa sensación de
penetrar en las conciencias ajenas de manera directa y espontánea —inmediata.
A diferencia de sus hermanos de sangre, la ficción literaria destaca por no
ser icónica: en un escenario o una pantalla, todo el tiempo vemos a los otros y
sólo a partir de sus movimientos y palabras tratamos de introducirnos en sus mentes
—como en la vida real—. La literatura es, en cambio, más abstracta y más
cercana, por ello, a la música: miríadas de signos que se acoplan en nuestra
mente y forman símbolos cada vez más complejos que, a despecho de los publicistas,
poseen la misma fuerza de una imagen.
En una novela o un cuento nunca vemos a los personajes, sino que un
personaje —o, más bien, las ideas que forman a un personaje— nos invitan,
primero, a identificarnos con él y, sólo después, a representarlo de manera
visual. Al imaginar a un personaje contamos con una libertad inusitada, pues
sus ideas se mezclan de maneras radicalmente distintas con las ideas (la experiencia)
de cada lector particular. Todos vemos a míster Kane con el rostro iracundo y mofletudo
de Orson Welles, mientras que cada lector inventa una Anna Karénina distinta,
sin que ello perturbe su esencia. A Kane lo miramos y sólo después nos metemos
en su pellejo, a Anna Karénina le damos vida desde su interior aun antes de
reconocer sus atributos.
Leer una novela o un cuento no es una actividad inocua: desde el momento en
que nuestras neuronas nos hacen reconocernos en los personajes de ficción —y
apoderarnos así de sus conflictos, sus problemas, sus decisiones, su felicidad
o su desgracia—, comenzamos a ser otros. Conforme más contagiosas —más aptas— sean
las ideas que contiene una narración, sus secuelas quedarán más tiempo
incrustadas en nuestra mente, como las secuelas de una enfermedad viral o de
una fiebre terciaria. La única cura es, por supuesto, el olvido. Y la lectura
de otras novelas.
Si Alonso Quijano nos fascina es porque se trata de la proyección extrema
de lo que suele ocurrirle a cualquier lector empedernido: a fuerza de
representarse una y otra vez ciertas escenas de la ficción, termina por
considerarlas reales. (Piénsalo: ¿acaso no es tan real Natasha Rostova, en
quien has pensado en cientos o miles de ocasiones, como aquel amor de juventud que
no has vuelto a ver y sin embargo cambió tu vida para siempre?)
La lectura de una ficción narrativa no es tampoco un placer sencillo,
aunque ciertos grandes o pésimos autores nos lleven a pensarlo. El cerebro se
comporta frente a una novela o un cuento igual que frente al mundo, realizando
millones de operaciones mentales —las conexiones sinápticas arrebatadas en una
tormenta tropical—, midiendo cada situación, evaluándola, comparándola con
patrones preexistentes (eso que llamamos memoria), a fin de prever a cada momento
lo que ocurrirá a continuación. Por eso leer es tan fecundo y tan cansado —como
vivir.
Desde la década de los sesenta, Umberto Eco sugería que un texto es una
máquina floja que sólo se anima gracias a la actividad desenfrenada del lector,
quien no se cansa de ponerla en marcha al preguntarse, una y otra vez: "¿y
ahora qué va a pasar?". La ciencia ha comprobado que la intuición semiótica
de Eco posee una base neuronal: nuestro cerebro fue modelado para comportarse
así en toda circunstancia, fijando patrones (recuerdos) para luego contrastarlos
obsesivamente con cada nueva situación.
La mente no computa, en el sentido que solemos darle a este verbo en informática: la mente sobrepone patrones a toda velocidad y sólo se preocupa por dilucidar y ajustar los cambios para responder a ellos de inmediato. Gracias a este truco, aunque nuestras neuronas sean tan lentas como tortugas, somos capaces de resolver problemas complejos mucho más eficazmente que las frígidas liebres de silicio. (Te colocas frente al portero y tiras a gol sin apenas meditarlo; un robot necesitaría, en tu lugar, millones de líneas de programación para calcular el peso del balón, la resistencia del aire, el ángulo de disparo, etc.)
Nos seducen inevitablemente las situaciones conocidas: en su interior nos sentimos cómodos, a salvo. Conocemos tan bien ciertos patrones, que ya ni siquiera reparamos en cuántas veces los repetimos. La mayor parte del tiempo somos víctimas de esta inercia acomodaticia —y salvadora—. De allí el éxito probado de las fórmulas narrativas, de la telenovela al folletín, de la literatura de género a los finales felices de Hollywood. Por fortuna, nuestro cerebro también está sediento de novedad: la exposición incesante a un mismo patrón, repetido mil veces, puede acabar por derrumbarnos en la fatiga o el hastío. Nuestro cerebro usa la ficción para aprender a partir de situaciones nuevas, potencialmente peligrosas, y la mera familiaridad termina por convertirse en un abotagado inconveniente evolutivo. Quien no está dispuesto a innovar, perece sin remedio.
Contemplar o leer mil versiones distintas de la Cenicienta —la reina de los
patrones contemporáneos— a la larga se convierte en una rutina morosa y vana.
Enfrentarse a lo desconocido, en cambio, revitaliza al cerebro: de allí la relevancia
estética de lo incierto —la obra abierta de Eco— o la fascinación que
experimentamos por el suspenso, el misterio y el terror. Desconocer lo que va a
ocurrir más adelante supone un desafío —un juego darwiniano— que nuestra mente
no puede dejar de encarar y resolver. Pensamos en la pasión que despiertan el
ajedrez, los crucigramas o, a últimas fechas, los sudokus. Hemos sido modelados
para resolver problemas —o al menos para intentarlo.
Dada nuestra naturaleza de animales sociales, la ficción literaria tampoco
podría ser entendida, sin embargo, como un mero instrumento para la
supervivencia individual. Una novela me permite experimentar vidas y situaciones
ajenas pero, como decía antes, también me transmite información social
relevante —la literatura es una porción esencial de nuestra memoria
compartida—. Y se convierte, por tanto, en uno de los medios más contundentes
para asentar nuestra idea de humanidad.
Frente a las diferencias que nos separan —del color de la piel al lugar de
nacimiento, obsesiones equivalentemente perniciosas—, la literatura siempre
anunció una verdad que hace apenas unos años corroboró la secuenciación del
genoma humano: todos somos básicamente idénticos. Al menos en teoría,
cualquiera podría ponerse en el sitio de cualquiera. (Aun- que, como veremos,
nuestra mente también es capaz de producir ideas que paralizan esta tendencia
natural a la empatía: el racismo, el
En contra de las apariencias, nuestro tiempo ha sido favorable a la renovación de la literatura, pues desconfía de los desastres culturales y sociales provocados por las modas ideológicas, el reino del pensamiento único, del compromiso y de la propaganda política. La literatura, es cierto, parece degradarse cuando persigue un fin concreto, cuando soporta una ideología explícita. Porque cualquier ideología es, de entrada, una forma excluyente de otras variedades de pensamiento. Cuando no descansa en un dogma, la ficción nos permite, por el contrario, ensanchar nuestra idea de lo humano. Con ella no sólo conocemos otras voces y otras experiencias, sino que las sentimos tan vivas como si nos pertenecieran.
No importan el lugar o la época, las diferencias sociales o las costumbres:
nuestro cerebro siempre nos impulsa a colocarnos en el lugar de los personajes
de un cuento o una novela. Todos somos capaces de ser Aquiles o Arjuna, Emma
Bovary o Aureliano Buendía, Hitler o Adriano, o incluso un perro o un
alienígena siempre y cuando sus actos nos permitan dilucidar en su interior
algo similar a una conciencia.
No quiero exagerar: leer cuentos y novelas no nos hace por fuerza mejores
personas, pero estoy convencido de que quien no lee cuentos y novelas —y quien
no persigue las distintas variedades de la ficción— tiene menos posibilidades
de comprender el mundo, de comprender a los demás y de comprenderse a sí mismo.
Leer ficciones complejas, habitadas por personajes profundos y contradictorios,
como tú y como yo, como cada uno de nosotros, impregnadas de emoción y
desconcierto, imprevisibles y desafiantes, se convierte en una de las mejores
formas de aprender a ser humano.
Desconfío, pues, de quienes se solazan al despojar a la ficción literaria
de su carácter de adaptación evolutiva. De su esencia práctica. Escribimos
cuentos y novelas no sólo porque no podemos dejar de hacerlo, no sólo porque nos
hagan disfrutar con la perfección de sus frases o la fuerza de sus historias,
sino porque los cuentos y las novelas nos han hecho quienes somos. En los
relatos del mundo se encuentra lo mejor de nuestra especie: nuestra conciencia,
nuestras emociones y sentimientos, nuestra memoria, nuestra inteligencia,
nuestras dudas y prejuicios, acaso también la medida de nuestro albedrío. (Ello
no excluye que también puedan almacenar lo peor: la maldad gratuita, el odio, la
intolerancia, la sevicia.)
Las páginas que siguen intentarán mostrar, a la luz de ciertos avances
científicos recientes, cómo funciona nuestro cerebro a la hora de crear y
apreciar ficciones literarias y en qué medida sus procesos resultan análogos a
los que empleamos cuando producimos realidad. En el capítulo 1 analizaré
la ficción literaria desde un punto de vista evolutivo, a fin de mostrar su carácter
universal en nuestra especie y su relevancia como forma de conocimiento. En el
capítulo 2 trataré de mostrar cómo es posible que a partir del cerebro material
surja la conciencia inmaterial y la idea del yo, amparándome en las propuestas de
Daniel Dennett y Douglas Hofstadter. En el capítulo 3 desarrollaré los vínculos
entre los mecanismos de la conciencia, la inteligencia, la percepción y la
ficción. En el capítulo 4 rastrearé los mecanismos de la memoria y su puesta en
escena a través de la ficción. El capítulo 5 estará dedicado, por su parte, a las
células espejo, la empatía, las emociones y los sentimientos, y su expresión
fundamental en la literatura. Y, por último, en el epílogo me convertiré yo
mismo —o, más bien, mi mente y mis libros— en objeto de estudio para tratar de
comprender, en primera persona, los procesos anteriores.
Mi hipótesis central: si la ficción es una herramienta tan poderosa para
explorar la naturaleza —y en especial la naturaleza humana—, es porque la
ficción también es la realidad. Una vez que las percepciones arriban al
cerebro, este órgano húmedo y tenebroso codifica, procesa y a la postre reinventa
el mundo tal como un escritor concibe una novela o un lector la descifra. Aun
si en la mayor parte de los casos somos capaces de diferenciar lo cierto de lo
inventado, su sustancia se mantiene idéntica. A causa de ello, la ficción
resulta capital para nuestra especie. La literatura no sirve para entretenernos
ni para embelesarnos. La literatura nos hace humanos.

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