Pedro Juan, yolero de oficio, en tránsito hacia la muerte, cuenta a su amigo Andrés, muerto hace mucho tiempo, la retahíla de sufrimientos a los que la vida lo ha sometido —lo que él está convencido ha sido la realización inexorable de su destino— a quien pide que en el más allá lo guíe hasta su Negrita, la mujer que amó y con quien compartió la pobreza extrema, con la esperanza quizá de poder disfrutar con ella mejores cosas que las que él pudo ofrecerle cuando estuvieron vivos.
—«Pedro Juan, tu Negrita se está por morir».
Eso fue todo, Andrés. Y yo me le quedé mirando, mirándole los ojos que se le ponían de vidrio de botella de Malta. Así de quemados y oscuros. Después, ya el cuarto se iba llenando de pesados celajes, las paredes comenzaron a ablandarse para que allí la luz de la vela se pegara temblorosa y yo viera la sombra de su cabeza parpadeando sobre las tablas manchadas por los aguaceros. Ella no dijo una palabra más, sino que hizo como si mirara las vigas del techo, y las gotas de sudor se le quedaron en la frente como si por dentro le estuvieran hirviendo los pensamientos, los recuerdos, las tristezas de tanta vida de apuros y trabajos. Yo la miré largamente, me clavé los codos encima de las rodillas y me puse a mirarla y a pensar sin querer dejando que la cabeza se embobara con todo lo vivido, con esos largos días nuestros que los malos espíritus no se cansaron de enredar desde aquella tarde en que pedí a la Negrita que se viniera conmigo y ella apareció en el vano de esa puerta, trayendo una funda con su ropa y enseñando una sonrisa suave, que no era casi una sonrisa, sino ese gesto dulce que tienen algunas santas de las que sacan en procesión ciertos domingos por el pueblo.