jueves, 30 de noviembre de 2023

SE ME FUE PONIENDO TRISTE, ANDRÉS

Por René del Risco Bermúdez (1937-1972)

Pedro Juan, yolero de oficio, en tránsito hacia la muerte, cuenta a su amigo Andrés, muerto hace mucho tiempo, la retahíla de sufrimientos a los que la vida lo ha sometido —lo que él está convencido ha sido la realización inexorable de su destino— a quien pide que en el más allá lo guíe hasta su Negrita, la mujer que amó y con quien compartió la pobreza extrema, con la esperanza quizá de poder disfrutar con ella mejores cosas que las que él pudo ofrecerle cuando estuvieron vivos.

—«Pedro Juan, tu Negrita se está por morir».

Eso fue todo, Andrés. Y yo me le quedé mirando, mirándole los ojos que se le ponían de vidrio de botella de Malta. Así de quemados y oscuros. Después, ya el cuarto se iba llenando de pesados celajes, las paredes comenzaron a ablandarse para que allí la luz de la vela se pegara temblorosa y yo viera la sombra de su cabeza parpadeando sobre las tablas manchadas por los aguaceros. Ella no dijo una palabra más, sino que hizo como si mirara las vigas del techo, y las gotas de sudor se le quedaron en la frente como si por dentro le estuvieran hirviendo los pensamientos, los recuerdos, las tristezas de tanta vida de apuros y trabajos. Yo la miré largamente, me clavé los codos encima de las rodillas y me puse a mirarla y a pensar sin querer dejando que la cabeza se embobara con todo lo vivido, con esos largos días nuestros que los malos espíritus no se cansaron de enredar desde aquella tarde en que pedí a la Negrita que se viniera conmigo y ella apareció en el vano de esa puerta, trayendo una funda con su ropa y enseñando una sonrisa suave, que no era casi una sonrisa, sino ese gesto dulce que tienen algunas santas de las que sacan en procesión ciertos domingos por el pueblo.

Yo me quedé mirándola y recordando cosas. La vi cruzar la habitación, yéndose a sentar debajo de la ventana por donde se metía el aire húmedo del río y el apagado chasquido de las aguas en los pilotillos del muelle. Allí se quedó entre lejana y resignada, como si todavía no se diera cuenta de que, en esta casa, a la que acababa de entrar, su presencia nos estaba obligando a compartirlo todo, el silencio, el espacio, el tiempo, todo.

Cuando regresé con los plátanos para la cena, ella aún se miraba las manos, juntas sobre las rodillas, y encajaba los tacos de los zapatos en el barrote de la silla verde. Tuve entonces que ponerle la mano en el hombro y decirle confianzudamente «es usted la mujer, en el anafe hay carbón y hay tres huevos en el guardacomidas». Nunca más tuve que repetirle esto, ni siquiera por broma. La Negrita comprendió desde entonces el destino y por eso aquella misma noche, antes de acostarnos, sin decirme nada, tomó diez centavos de encima del pasamanos y regresó con azúcar y café. En lo adelante, cada vez que yo miraba a la Negrita, tenía que encontrar ese mismo gesto que se me fue metiendo en el alma y que muchas veces me dio ganas de llorar, cuando encogiendo los hombros, me decía «¿Y qué? Yo casi no tengo hambre», y tenía que obligarla para que tragara un pedazo de yuca o para que probara el pan con salchichón. «Tú eres el que afana», decía, «es justo que te compres siquiera un pantalón, yo con los trapos que tengo estoy bien, total que no salgo a ninguna parte».

¡Y yo que la conocí por casualidad! Fue en los tiempos en que yo tenía la «Mercedes», que era una yola grande y liviana pintada de blanco y rojo, con el bronce de los remos siempre tan brillante que los muchachos de «Villa Duarte» me conocían desde que yo salía del atracadero de aquel lado. «¡A que esa es la Mercedes!», apostaban.

Una mañana vino la Negrita y me dijo que iba a la ciudad a buscar un dinero, que me pagaba de regreso, y yo, que no sé por qué la miré de una vez con picardía, le dije que sí, que subiera, y comencé a remar, mirándole los ojos que se le entretenían en la espuma que corría junto a la «Mercedes».

Ya de regreso, yo no quise aceptarle su dinero. Que se comprara caramelos, le dije, y seguí mirándola cuando ella hacía girar la sombrilla detrás de su cabeza, moliendo la luz del sol entre las varillas negruzcas, abiertas como una telaraña sobre el río. Ella venía sentada en la popa e la «Mercedes» y yo silbaba algo del Trío Reynoso. No dijimos una palabra, pero yo sé que por dentro de lo que yo silbaba iba caminando el gusanito de la mala intención, para hacerle cosquillas en el oído a la Negrita. Yo no me estaba dando cuenta, hasta que me sorprendí repasando el pedacito ese, Andrés, el de «baila mi merengue que entre las mujeres tú eres mi derriengue». Pero la Negrita no estaba en eso aquella mañana, ella traía los ojos en el agua y su silencio era como si viniera del fondo del río. Y es que ella era así, tenía esa manera de quedarse lejos, que a uno a reparar en su presencia, porque ella misma se iba, dejaba por cuenta su lugar y entonces uno comprendía que lo estaba haciendo para dejarnos vivir, para que yo no tuviera esa mañana el lastre de su misterio que estaba ahí, en la popa de la «Mercedes», y pudiera escuchar el chapoteo de los remos sobre su silencio profundo, en el que bogaban hojas, papeles, pedazos de ese mundo que la Negrita hacía difícil y cercano, inexplicable. Quizás ese merengue de los Reynoso era lo único que verdaderamente vivía en ese instante sobre el río. No porque yo lo silbara, porque vivía solo aun cuando nadie lo silbara, porque permanecía oculto en la caja de los acordeones esperando siempre la mano del que fuera a tocarlo, del que viniera a echarlo fuera, a ponerlo en los labios de alguien, que como yo, no sabía claramente por qué lo silbaba con la intención de que pudiera escucharlo quien ya no estaba ahí, porque te juro, Andrés, que la Negrita desde entonces se había ido en el silencio y aquel merengue la buscaba sin llamarla, sin yo querer, sin ninguna palabra. Tuve entonces que decirle «ya llegamos», cuando sentí la arena contra el fondo de la yola, y ella tuvo que bajar, quizás sin quererlo también, como si comprendiera que los dos ya estábamos juntos en algún sitio que no era en esa orilla. ¿En el destino, Andrés, así se llama? Yo no lo sé. Porque tendría que averiguar si el destino es antes, o después.

Fíjate, Andrés, cómo es la vida, después de aquello como que se achicaba el mundo, ya nos encontrábamos como tú tienes que encontrar esta cama, ese vaso, aquella ponchera, ese San Miguel en la pared; si es que te pones a dar vueltas en el cuarto. Por eso en el bar de Vicente ella me puso la mano en el hombro aquella noche de Año Nuevo, y yo me di cuenta de que sus palabras nada tenían que ver con el gesto de sus ojos. Me saludó como siempre «Pedro Juan, cómo le va?» pero su mirada estaba lejana como si no me viera en este mundo, sino en otro mundo en el que yo no hacía nada con aquel trago de «Jacas» en la mano, porque dejaría ese trago, y ya le hablaría riendo, ya caminaríamos hacia un lado del bar, ya bailaríamos cerca de la vellonera, y ese era el que importaba a sus ojos, el que estaba dentro y lejos de mí, el que ya estaba con ella en algún sitio mientras la Negrita reía con su vestido de flores y yo la soltaba y le daba vueltas para que los muchachos aplaudieran con el fuego del ron en los ojos, mirando las caderas y mi mano que rodaba a veces sobre su espalda mojada. Tal vez fue esa noche cuando mejor lo comprendimos los dos. Por eso cuando Candito trató de echarle el brazo, ella se dejó caer sobre mi hombro y yo seguí hablándole como si nada a la cara arrugada de «el ñato», que del otro lado de la mesa hacía por entenderme entre los humos de la borrachera, achicando los ojos y repitiendo como hipnotizado «así es, así es, así es».

Yo recuerdo cada fecha, Andrés, porque las cosas se iban sucediendo de manera que no podían evitarse. Era como si te leyeran la taza y te dijeran que vas a hacer un viaje y después tú, en medio de ese viaje, pensaras que cuando te leyeron la taza te lo avisaron. Sólo que a nosotros nadie nos anunciaba nada, sino que sucedían las cosas ellas solas, pero sucedían así, como suceden esas cosas que se anuncian, que se dicen antes, y que nadie puede evitar después que ya se han visto en una taza, o lo han dicho las barajas. Y a nosotros, Andrés, nos pasaban las cosas así mismo.

Después de aquella noche de Año Nuevo, en el bar de Vicente, con Candito y «el ñato» ya yo sabía que la Negrita y yo éramos peces de un mismo chinchorro, por eso, cuando al atardecer de cinco de enero, la vi bajar por la escalera del puente viejo, le dije al señor vestido de blanco que me perdonara, pero que yo tenía el viaje comprometido, y justo cuando se apagó la última nube sobre el malecón comenzaron a brillar los faroles de los carros sobre el puente, yo había amarrado la «Mercedes» a un pilotillo del muelle y subíamos la cuesta de la Calle Atarazana, la Negrita hablando de los hijos de su hermana Carmen, que ya no creían en los Reyes y yo diciéndole que no importaba, que les compráramos esa muñeca y ese trompo porque en el fondo a todos los niños les gusta jugar aunque no les importe el Día de Reyes. Te cuento eso, para que veas por qué me acuerdo de las fechas, porque cuando regresamos de la ciudad, justamente pasando bajo la puerta de San Diego, la Negrita hizo como si quisiera tragarse el cielo por la nariz, echó la cara hacia atrás, cerró los ojos y respiró muy hondo, que yo oí su respiración creyendo que lloraba o algo así, y la vi pegada a las piedras, entreabriendo ahora los ojos y diciéndome que esa soledad la había hecho sentirse de repente feliz y me tocó el hombro con su mano extendida. A la verdad que, en aquel momento, Andrés, todo parecía haberse detenido. Sólo faltaba que yo me le acercara como lo hice, con la boca abierta, y me le apretara ahí, entre las piernas, sintiendo que ella se me amarraba con sus muslos duros y ahí, pegados a esas piedras de San Diego, yo vi cómo la noche se iba abriendo poco a poco y la escuchaba a ella como hablándome desde muy hondo, diciéndome que me quería y que ella sabía bien que esto tenía que pasar porque algo se lo estaba diciendo en el oído desde hacía mucho tiempo, y yo diciéndole que sí, que yo también lo sabía y que por eso, cuando la vi bajar esa tarde por la escalera del puente viejo le dije al hombre que tenía el viaje comprometido, y entonces recordé cuando se apagó la última nube sobre el malecón y vi los carros con los faroles encendidos en el puente, y me le pegué bien fuerte a la Negrita, bien adentro, y así me estuve hasta que comenzaron a ladrar los perros por esas calles que bajan del Alcázar y yo me retiraba un poco a cerrarme el pantalón, mientras ella se agachaba a recoger el paquete con la muñeca, y el trompo.

Y te digo que todo esto pasaba como si estuviera escrito, como si fuera algo que se cumplía según estaba dispuesto, porque ni ella ni yo, te lo aseguro, hicimos nunca lo más mínimo por llegar a nada. Y ella mucho menos que yo, que por lo menos dejaba que las cosas fueran pasando. Pero la Negrita ni siquiera eso porque ella insistía en negarse a la realidad y sólo actuaba, así como si fuera en un sueño, como si fuera sonámbula. Así como cerró los ojos aquella noche bajando por San Diego, cuando empezó a sentirse sola, lo hizo siempre, siempre igual, en el bar cuando Candito quiso echarle el brazo, en la popa de la «Mercedes» cuando se quedaba callada y ausente, en la playita del Isabela cuando algún sábado por la tarde nos fuimos río arriba mirando los barrios en la orilla, siempre lo hizo igual, así, dejándose hacer, desprendiéndose de ahí, de su lugar, dejando espacio al misterio que nos empujaba, que nos separaba de los demás, y nos juntaba inevitablemente, Andrés.

Por eso llegó el día en que los dos creímos que ya todo estaba decidido, y así, sin pensarlo, como si me lo hubieran ordenado, le pedí a la Negrita que se viniera conmigo a esta casa que tú sabes que estuvo siempre sola, porque yo no había tenido nunca antes a nadie en quien confiar hasta el punto de creer que su compañía podía hacerme sentir mejor. Y como te conté, esa misma tarde ella se apareció en el vano de esa puerta, con la sonrisa suya que no era casi sonrisa sino una manera de parecerse a las santas que hay en la iglesia de Villa Duarte, y yo la vi ahí, como me está pareciendo verla ahora mismo, ahí parada la Negrita, llenando desde entonces esta casa con ese gesto de gente buena que tenía y que hacía que uno la quisiera sin decírselo, porque hasta eso creía uno que podía avergonzarla. Desde ese día, Andrés, desde esa tarde, todo fue tan triste y tan duro, que sólo la buena voluntad de la Negrita pudo darle fuerzas a uno para llevarlo con resignación y con un poco de fe hasta el día de hoy, en que te estoy contando todo esto, pensando en que lo único que me da valor para hacerlo todavía es ese recuerdo de ella, de esa sombra de ella ahí en el vano de la puerta como el primer día, su cabeza ahí en la pared, sus pies ahí en los barrotes de la silla, el recuerdo de su voz que se deja correr a veces desde el patio, los celajes de su imagen que cruza todavía por delante de la cama y viene a sentarse aquí, a mi lado, sin hablar.

Nuestra vida fue dura, Andrés. Primero fue un tiempo de lluvias que se metió y llovía entonces sin parar día y noche y yo me estaba sintiendo ya mortificado porque la gente no quería cruzar en yola a la ciudad en esos días, sino que prefería hacerlo en un carrito por el puente, y la Negrita pasaba las de Caín teniendo que hacer las cosas de la casa con lo poco que podía yo traerle en esos días, veinticinco centavos unas veces, cuarenta otras y así. Entonces fue que vino el ciclón ese, «Inés»  (ya tú no estaba aquí para ese tiempo) y comenzaron a decir por el radio que venía a cruzar por Macorís y que se iba a llevar la capital. Como yo conozco lo que le gusta alarmar a la gente que habla por el radio, le dije a ella que no se apurara, que eso no venía para acá, que los ciclones se van a morir por Barahona o se meten a Haití, pero cuando a media mañana volvía a la casa, ella me esperó con los ojos muy grandes, diciéndome que en el ventorrillo de doña Pura le enseñaron un «Listín» con un mapa que tenía una flecha diciendo por dónde venía «Inés» y que a las ocho de la noche esto no se iba a entender. Yo le dije que lo mejor era comprarse algo para no pasarlo así y le pregunté si tenía suficiente gas para la lámpara.

Volvimos a la casa con plátanos y café y una botella de gas, y la Negrita empezó a tapar con periódicos viejos todos los huecos en las paredes. Ya a las cuatro de la tarde la gente por aquí se había puesto a creerle demasiado a los del radio y fue entonces cuando llegó una guagüita de la Defensa Civil, vociferando que no se salvaría nadie dentro de su casa, que las inundaciones nos arrastrarían inevitablemente porque la fuerza del ciclón era terrible y había que trasladarse a un refugio que había más arriba del puente, en una escuela. Te repito que yo nunca le he creído a esas gentes que vociferan cosas, Andrés, como si quisieran meter miedo, y por eso me le encaré a la Negrita cuando quiso meterme en la romería que se armó, entre una cantidad de tontos que empezaron a irse de sus casas sólo con lo que llevaban encima, y le dije que no, que ni siquiera le haría caso a la orden de la comandancia, de llevar las yolas un poco más arriba, que eso no pasaría por aquí. Y me dio mucha pena después cuando la vi llorosa, temblando de miedo en un rincón, y me puse a contarle que cuando San Zenón  fue otra cosa, que ahora no pasaría lo mismo porque la gente lo que tenía que hacer era no salir a la calle a emborracharse, que yo no iba a aconsejarle lo malo para ella. Ya la tenía convencida, cuando al oscurecer, se presentó un camión de guardias que llegaban a las casas golpeando con los fusiles en las puertas y diciendo improperios «porque el Gobierno nos quería hacer un favor y estos muertos de hambre estaban de mal agradecidos» y así fue como nos fueron obligando a todos los que estábamos en nuestras casas a subir a los camiones.

Estaba lloviendo muy fuerte, Andrés, y yo recuerdo que cuando cargué a la Negrita y la ayudé a agarrarse de la baranda, me viré a recoger la colchoneta que ella había dejado en el suelo. Fue entonces cuando oí como un resbalón y de una vez un golpe seco, cuando vino a gritar ya estaba yo agarrándola y veía su cara rota, llenándose de sangre que le corría con la fuerza de la lluvia por el pecho y los brazos. La Negrita me miraba con unos ojos desesperados debajo de la herida gruesa como un labio, «me caí, me caí, Pedro Juan» me dijo y yo le puse mi camisa apretada en su frente, ya caminando el camión, porque los guardias dijeron que allá en el refugio se ocuparían de ella los que tenían que ver con eso. No te voy a contar lo que pasamos esa vez en aquel edificio con las ventanas rotas, por donde se metía todo el aguacero y el viento y donde no había un solo escalón para sentarse, la Negrita con su dolor de cabeza y su fiebre, a tomar un trago de café caliente que yo le había conseguido. Nos pasamos la noche pegados a la pared, oyendo la lluvia y la gritería de los niños, porque el ciclón no vino esa vez. Desde entonces ella sentía esos dolores de cabeza que le quitaban el sueño muchas veces. Pero ella me lo ocultaba, me decía que no, que no le dolía, que para qué comprar calmantes si con cinco centavos se podía traer salsa de tomates y azúcar. Pero yo la sorprendía de vez en cuando apretándose las sienes con los puños, o aquí acostada, de cara a la pared crujiéndole los dientes de tanto aguantar el dolor. Yo sé que tú me dirás que exagero, pero te aseguro que ya para entonces, yo presentía todo esto, era como yo lo había leído en algún sitio, que lo de nosotros no se quedaba así nada más; pero tú vas a decir que yo exagero seguramente. Pues la verdad, Andrés, es que todo vino tan mal que sólo para algo mejor pudo haber sido.

Te imaginas ahora por qué vendí la «Mercedes». ¿Sabes cuántas radiografías le hicieron a la Negrita con ochenta pesos? Total, que como quiera hubiera tenido que salir de esa yola, porque desde el día en que al hijo de Anjito se le ocurrió ponerle motor y techo a la suya, la gente no se subió más a una yola corriente. Entonces fue que vino la protesta de los que no teníamos dinero para comprar un motor y nos estábamos muriendo del hambre, y por eso es que ahora se turnan, las de motor un día y otro día las sin motor. Pero como quiera ya no es lo mismo, Andrés, no fue lo mismo. La gravedad de la Negrita vino precisamente cuando ya no se trabajaba todos los días en el río porque ya habían aparecido las yolas con motor. Yo sé que tal vez, ganando más dinero, se hubiera podido salvar a la Negrita, yo no sé, pero quizás. Sólo que después que un hombre se ha pasado la vida cruzando por encima de ese río, ¿cómo diablos encontrar un chele en la tierra que no sea haciendo lo mal hecho, Andrés? Y yo no hice lo mal hecho, ni la Negrita hubiera vivido un minuto de más por un dinero sucio. Por eso te digo que no exagero, eso tenía que pasar para que fuera mejor porque lo nuestro no se quedaba así, porque era como si lo hubieran dicho las barajas.

Y se me fue poniendo triste, Andrés. Los ojos se le fueron perdiendo entre las fiebres y ya la Negrita no veía ni escuchaba nada, sino que vivía con un panal de avispas bravas en la cabeza, con una bulla que la tenía aturdida, y sudada, se le perdían las manos en la cama (ahí andan sus manos, Andrés, la sombra de sus manos solas) y se callaba, encogida como un pájaro muerto.

Yo cerré la ventana, Andrés, para que la luz no la asustara más, para que se quedara aquí sobre las sábanas como un montón de oscuridad, para que siguiéramos ella y yo lo que habíamos empezado sin saber y que no podía terminar (no te exagero).

La Negrita se me fue poniendo triste y ya no sonrió otra vez, ni dijo nada, ni se movió jamás, hasta aquella noche, con la luz de la vela temblando en la pared, con un silencio parecido a este, se volvió hacia mí con la más dolorosa dulzura:

–«Pedro Juan, tu Negrita se está por morir».

Eso fue todo, Andrés. Y yo me le quedé mirando, la miré largamente, me puse a mirarla y a pensar sin querer, dejando que la cabeza se embobara con todo lo vivido.

Ahora te he llamado a ti, Andrés, porque siento que esto ya va a seguir y necesito a alguien que me guíe. Nadie mejor que tú que tanto me quisiste, que me conociste tanto como yo a ti porque estuvimos juntos desde aquellos días en que braceábamos desnudos en el río, cuando el viejo Payano nos enseñaba a remar y a achicar la yola con un jarro. Por eso te he llamado, Andrés, porque crecimos juntos y nos hicimos hombres en esta vida, llevando gente de un lado al otro, navegando esta misma agua, cruzando este mismo río. Por eso, Andrés, porque asimismo también te vi morir un día cuando no aguantaste más el hambre y me dijiste «no doy un viaje más», y dejaste la yola a medio varar y después te vi flotando debajo del puente, con los ojos amarillos e hinchados. Por eso, Andrés, porque te conocí, porque sé que donde estás debes haber visto llegar a la Negrita, porque tú sabes dónde está, dónde me espera. Porque me voy a morir, por eso te he llamado, Andrés, y te lo he dicho todo. Mira, ya empiezo a morirme. Me estoy alejando de esta cama, voy a cerrar los ojos. Silbaré aquel merengue del Trío Reynoso, ¿sabes cuál es Andrés? Entonces tú me tomas las manos y me llevas donde está la Negrita, ¿quieres?

Enlace a todo lo publicado en Cauce Literario bajo la etiqueta René del Risco

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Entradas populares